Donde muere la marea

Epílogo

Hadley

Queens la recibió con un silencio hueco. No era ese silencio suave que flota al amanecer en la playa, cuando el mar respira tranquilo. Este era o tro. Un silencio espeso, seco, como si la ciudad escupiera su presencia con desdén.

Todo era gris. No solo el cielo. Las aceras, las paredes agrietadas del edificio donde vivía con su padre, el reflejo de su cara cada mañana frente al espejo empañado. Todo. La gente no caminaba: huía. No hablaban: disparaban palabras sin alma. Nadie tenía tiempo para nadie. Nadie miraba a los ojos.

Hadley sí. Ella sí miraba. Por inercia. Por desesperación. Como quien espera encontrar un rostro familiar entre miles que no se detienen. Pero nunca veía nada. Nunca encontraba a nadie. Nunca la encontraba a ella.

La universidad era una especie de purgatorio con pasillos fluorescentes. Profesores distantes, estudiantes que vivían en piloto automático, tareas que no servían para llenar ningún vacío real. Hadley asistía a clases como quien asiste a su entierro, todos los días. El alma, si aún la tenía, la había dejado flotando en alguna ola de Puerto Viejo.

Cada tanto, cuando ya no podía más, tomaba el metro y luego un bus hasta Rockaway Beach. Más de una hora de viaje para ver un océano que no la reconocía. Allí no había sal tibia ni arena viva. Las olas eran sucias, impredecibles. No cantaban su nombre. La escupían de vuelta. La rechazaban.

Se subía a la tabla alquilada que no la representaba igual. Obligándose a no olvidar. Pero algo dentro no flotaba. Algo adentro estaba muerto, hinchado por dentro. A veces, salía del agua con los labios morados y las manos tan rígidas que ni siquiera podía sostener la toalla.

En Queens, las olas no sabían cantar su nombre.

Cada noche escribía mensajes a Merliah. Uno tras otro. Algunos tan largos que dolía solo releerlos. Otros, apenas un “te extraño” o un “¿todavía conservas mi tabla?” Los escribía, los leía, y luego los guardaba. Como quien guarda cartas a un muerto. Porque eso era más fácil que aceptar lo que dolía de verdad: que habían terminado. O peor… que la había dejado.

El fondo de pantalla de su celular no cambiaba. Seguía siendo esa foto. Un momento antes de la competencia, cuando todo estaba bien. Una imagen rota de lo que había sido hogar.

La clase de psicología criminal aún no comenzaba. El salón era una caja sin alma. Olor a café barato y hormonas, calefacción vieja que hacía más ruido del que servía, luces frías como hospitales. Hadley estaba sentada en su esquina, junto a la ventana. A veces fingía que podía ver el mar desde allí, aunque solo hubiese edificios mugrientos y cielo muerto.

Encendió la pantalla de su teléfono y ahí estaban otra vez: Merliah y ella, congeladas en ese instante.

Una chica se sentó a su lado. Silenciosa. Había compartido banca con Hadley por semanas. Era de esas personas que parecían saber cuándo guardar silencio y cuándo no. Llevaba un gorro tejido azul y tenía las manos frías. Como ella.

—Esa chica… —dijo, mirando la pantalla—. ¿Es tu novia?

Hadley no respondió de inmediato. Sus labios se separaron, pero ninguna palabra quiso salir. Tragar dolía.

—Sí —dijo al fin.

La palabra le raspó la garganta. No "era", sino "es", aunque ya no la abrazara, aunque ya no se besaran, aunque ya no surfean juntas, aunque no estuvieran en la misma ciudad. Aunque no supiera si seguía siendo suya.

La chica asintió, con una pequeña sonrisa.

—Se ven felices.

Hadley sintió que el pecho se le encogía.

—¿Y qué pasó con ella?

Hadley bajó la mirada. No podía decirlo. No podía explicar que su padre había cruzado el continente para llevársela lejos. Que habían arrancado su vida como quien arranca una planta florecida sin cuidado. Que la había dejado atrás porque no quería ser un ancla para alguien que merecía volar.

Un abismo.

Todo su cuerpo se tensó como si acabaran de abrirle una herida vieja. No dijo nada. No podía. Porque contar la historia dolía, pero más aún dolía lo que implicaba: que se había terminado. Que la había dejado. Que todo lo que prometieron se había ido.

Y así, con un nudo en la garganta, negó y pensó que era más fácil dejar que la gente creyera que Merliah estaba muerta.

La otra chica notó su silencio y su expresión se suavizó.

—Perdón… No quería meterme —dijo, apenas un susurro.

Hadley solo asintió. No era culpa de ella.

La culpa era de las decisiones que se tomaron con la voz rota. De las despedidas que no debieron existir. De las promesas dichas a media voz, ahogadas por el tiempo.

De la marea, que se llevó lo que más amaba sin pedir permiso.

Del lugar exacto donde su amor naufragó y se hundió sin dejar rastro.

Porque en Queens, las olas no sabían cantar su nombre. No susurraban nada.

Pero ella… ella todavía escuchaba la canción.

La llevaba metida en el pecho como un cuchillo mal clavado.

Su padre hablaba poco. Lo necesario. Lo justo.




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