Donde mueren las luciernagas

Prologo: Un respiro en la oscuridad

La noche huele a tierra mojada. El verano se está apagando, arrastrando consigo las últimas luciérnagas. Me siento en la orilla. El agua apenas refleja las luces dormidas del pueblo, temblando como un espejo cansado. A mi alrededor, el aire vibra con destellos verdes y dorados. Pequeños corazones que laten en silencio. Cada parpadeo es un suspiro breve, casi imperceptible. A veces pienso que saben que van a morir, y por eso brillan tan fuerte, intentando desafiar la oscuridad, aunque solo sea por un instante. Mi hermana decía que las luciérnagas eran “pedazos de estrellas que se niegan a morir”. Yo nunca le creí… hasta que ella dejó de brillar antes de tiempo. Desde entonces, las miro distinto. Cada luz, cada centella, es un recordatorio: la vida arde rápido, y el olvido es más vasto que el cielo. Una luciérnaga se posa en mi mano. Su luz tiembla. Parpadea. Se apaga. La sostengo con cuidado, como si pudiera retenerla, retrasar lo inevitable. Pero al cabo de unos segundos, se va. Todas se van. Siempre se van. Cierro los ojos. Respiro con la noche. En la distancia, llegan risas, pasos sobre la hierba… un murmullo de voces que se mezclan, hasta que una se destaca. Clara. Luminosa. Como si atravesara el tiempo para llamarme. No lo sabía aún, pero esa noche estaba a punto de encontrarme con Ellie. La chica que perseguía luces… …y que me enseñaría que, incluso cuando la luciérnaga muere, su resplandor sigue guardado en la memoria de la noche.




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