El agua permanecía inmóvil, y tuve la impresión de que respiraba al mismo ritmo que yo, lento, cansado.
Sobre el agua, las luciérnagas titilaban con una fragilidad absurda: apenas nacían y ya estaban muriendo, como si el mundo no tuviera tiempo para recordarlas
Permanecí inmóvil, abrazado a las rodillas, la barbilla apoyada en los antebrazos. El verano comenzaba a sonar a grillos y a viento tibio, pero dentro de mí seguía siendo invierno.
—Siempre decías que parecían estrellas que se habían perdido del cielo —murmuré.
Hablo solo. O, mejor dicho: hablo con ella. Con mi hermana.
Ha pasado un año desde aquel accidente y, aun así, sigo viniendo aquí. Tal vez porque este es el único lugar donde me parece oírla, donde la oscuridad me permite creer que está cerca.
Con la yema de los dedos rozó el borde de una hoja de papel en el bolsillo: otra carta, otra que nunca enviaré. No sé por qué sigo escribiéndole. Quizá sí lo sé: escribo para no olvidarla.
De pronto, noto como mi reflejo en el agua tiembla; por un segundo, casi puedo jurar que escucho tu risa entre las luces verdes. Cierro los ojos y me concentro, como si pudiera atrapar esa risa antes de que desaparezca para siempre.
—No sé por qué sigo viniendo aquí… —suspiro—.
El agua se agita nuevamente con más fuerza y entonces lo escucho otra vez, de verdad esta vez: —¡No, no, no!
Abro los ojos buscando a mi hermana, aunque en el fondo sé que es imposible. Del otro lado de la laguna puedo ver una figura debatiéndose, intentando salir del agua sin conseguirlo.
Creo que no lo note. No me di cuenta del momento en que comenzaron a moverse mis pies; ya estaban en marcha antes de que pudiera pensarlo.
Me lancé al borde, chapoteando torpemente en el barro hasta acercarme lo suficiente.
—¡Oye! —alcancé a gritar—. ¡Dame la mano!
La figura volteó hacia mí. No era mi hermana. Claro que no lo era.
El golpe de la verdad me atravesó en un instante: no era ella, nunca podría serlo. Solo era una chica empapada, con el cabello pegado al rostro y los ojos abiertos de par en par, entre susto y alivio.
—¡Ayúdame, por favor! —dijo, extendiendo la mano hacia mí.
Me incliné sin pensarlo y la sujeté con fuerza. Ella resbalaba, pero con un tirón logró salir, cayendo de rodillas sobre la orilla. El agua le chorreaba por la ropa y el barro le manchaba las manos, pero estaba viva, respirando entrecortado.
Yo, en cambio, sentí un vacío abrirse en el pecho. No era ella. Nunca sería ella.
La chica me miró un momento y soltó un suspiro entrecortado.
—Gracias… creí que me iba a hundir ahí dentro.
Me quedé mirándola, todavía intentando entender qué hacía alguien más en este lugar a esas horas.
—¿Qué estabas haciendo? —pregunté al fin, incapaz de ocultar la desconfianza en mi voz.
Ella parpadeó, como si apenas recordara algo más importante que salvar su vida.
—Mi cámara… —murmuró, sacando un objeto empapado y cubierto de barro de entre el agua. Lo sostuvo como si fuera un tesoro—. ¡No puede ser! Todo está arruinado.
Se desplomó sentada en la hierba, con el ceño fruncido.
—Genial. Me caigo al agua, casi me ahogo, y encima mi cámara termina hecha un desastre.
La miré sin saber qué decir. El contraste era absurdo: yo seguía con el peso de los recuerdos de mi hermana en la garganta, y ella estaba más preocupada por un aparato que ya no servía.
Al darse cuenta de mi mirada, sonrió débilmente y se presentó, casi como si nada hubiera pasado.
—Soy Ellie.
La palabra flotó en el aire, como si buscara un lugar entre las luciérnagas que aún brillaban alrededor.
Ellie sacudió la cámara con cuidado, como si al hacerlo pudiera devolverle la vida. El barro chorreaba y el lente estaba cubierto de gotas. Suspiró con fuerza, luego me miró y alzó las cejas como si acabara de recordar que yo existía.
—No es lo que parece —dijo.
—Ajá… ¿y qué se supone que parece? —respondí, cruzándome de brazos.
—Que me tiré al agua fría porque sí. Y no. Me resbalé, ¿ok? Estaba intentando fotografiar a las luciérnagas.
No pude evitar mirarla con incredulidad.
—¿A estas horas? ¿En este lugar?
—Sí, ¿qué tiene? —replicó enseguida, con esa seguridad que solo tienen los que no entienden el peligro—. Son hermosas. Y pensé que… bueno, quería guardar cada luz antes de que desapareciera.
Se quedó mirando el lago, fascinada, como si hablara en serio. Yo seguí en silencio, porque no sabía qué contestar. ¿Guardar la luz? Eso no era más que poesía barata.
—Ya sabes que se apagan en segundos, ¿verdad? —dije al final, con un tono más ácido del que pretendía.
Ellie se volvió hacia mí, sonriente, como si no hubiera escuchado la ironía.
—Por eso mismo. Porque duran poco. Y justo por eso son valiosas.