Donde mueren las luciernagas

Capitulo 3: Cartas sin remitente

No fui a la escuela. No tenía ganas. Ni fuerzas. A veces siento que todo mi cuerpo es plomo, que el simple hecho de levantarme de la cama es un esfuerzo absurdo.

Me quedé en mi cuarto, mirando el techo hasta que la luz de la ventana cambió de ángulo. Frente a mí, el escritorio estaba cubierto de papeles doblados, desordenados, apilados uno sobre otro. Cartas. Todas para Lina. Cartas que ella nunca leerá.

No sé por qué sigo haciéndolo. No sé qué sentido tiene llenar páginas con palabras que se quedan aquí, atrapadas conmigo. Pero también sé que, si dejo de escribirlas, si dejo de hablarle, sería como aceptar que ya no existe. Y no estoy listo para eso.

Tomé una hoja al azar, la abrí, leí mi propia letra:

"Hoy el estanque estaba lleno de luciérnagas, Lina. Eran como estrellas, como tú decías. Pero no eras tú quien las miraba conmigo. Nunca eres tú."

Arrugué el papel y lo dejé sobre la pila. Crujió débilmente, como si también estuviera cansado.

Cerré los ojos y la vi. Lina, mi hermana mayor. Su risa llenaba la casa, la forma en que siempre sabía qué decir para que me sintiera menos… roto. Recuerdo su voz cantando bajito mientras cocinaba, recuerdo cómo me regañaba cuando me encerraba demasiado tiempo en mi cuarto. Recuerdo sus manos frías en invierno, sujetando las mías para calentarlas.

Y recuerdo el día que no regresó.

Me apreté la cabeza entre las manos, como si eso pudiera detener las imágenes. Pero no lo hacía. Nunca lo hacía.

Respiré hondo. Y entonces, sin querer, pensé en otra voz. No la de Lina. La de Ellie.

Ellie con su sonrisa ridícula incluso después de casi ahogarse. Ellie levantando su cámara empapada y cubierta de lodo. Ellie hablando de atrapar luces que desaparecen demasiado rápido.

No entiendo cómo alguien puede pensar así. No entiendo cómo puede sonreír empapada y cubierta de barro, como si nada importara, como si todo fuera fácil.

Ella dijo que quería buscar aquel lugar secreto en el bosque. Ese claro donde las luciérnagas brillan como un cielo estrellado caído a la tierra. Un lugar que probablemente ni siquiera existe. Una tontería. Una tontería que por alguna razón ajena a mi entendimiento es importante para ella.

Y, sin embargo, aquí estoy, en mi cuarto, con el escritorio lleno de cartas que nadie leerá… pensando en esa chica que insiste en lo imposible.

Me dejé caer sobre la cama y cerré los ojos otra vez. No quería pensar en ella. Pero lo hice. Quizás porque, por un instante, anoche, ella me hizo olvidar el invierno que llevo dentro, el frio que aprieta mi corazón. Y eso me asusta.

Me incorporé de golpe, como si pudiera sacudirme los pensamientos. Me restregué la cara con ambas manos, apartando el cabello húmedo de sudor que se me pegaba a la frente. La habitación se sentía sofocante, demasiado pequeña para sostener todo lo que estaba dentro de mí. Bajé las escaleras tratando de no hacer mucho ruido. Los escalones crujieron, cansados como yo.

En la cocina, mi madre aún no se había ido al trabajo. Estaba de pie junto al fregadero, con el uniforme puesto y una taza de café entre las manos. La luz de la mañana se filtraba por la ventana, dibujándole sombras en el rostro. Sombras que antes no estaban ahí.

Desde que Lina murió, todo cambió. Mi padre se escondió en horas extras, mi madre en turnos dobles. Yo… me escondí en aquella marisma. Cada uno encontró su manera de escapar, y en el proceso dejamos de mirarnos.

Ella levantó los ojos, sorprendida de verme.

—¿Ash? —su voz sonó cansada, casi quebrada—. ¿Estás enfermo?

Negué con la cabeza.

—No.

Sus cejas se fruncieron apenas.

—Entonces… ¿por qué no fuiste a la escuela?

Encogí los hombros, apoyándome en el marco de la puerta.

—No tenía ganas.

Me sostuvo la mirada un instante que se me hizo eterno. Luego suspiró, resignada, como quien ya no espera otra respuesta.

—Quizás es mejor… —dijo, bajando la vista hacia la taza—. Prepara algo para desayunar.

Dejó la taza en el fregadero y tomó sus llaves. Me dio la espalda mientras se ponía el bolso al hombro.

—Me voy. Cuídate, Ash.

Y salió.

El silencio llenó la casa otra vez, más pesado que antes. Me quedé de pie, sintiendo el sonido de sus palabras y preguntándome si “cuidarme” era algo que realmente esperaba de mí o solo una costumbre que no podía quitarse de la lengua.

Abrí un par de cajones y saqué lo primero que encontré: pan de molde aplastado en una esquina, un frasco de mermelada casi vacío. Todo sabía insípido desde hace tiempo, pero igual lo puse sobre la mesa.

Encendí la tostadora y me quedé mirando cómo las resistencias se ponían al rojo, escuchando el zumbido eléctrico que llenaba la cocina de un extraño vigor, más vivo que yo.

Unté el pan con torpeza, sin hambre, solo por costumbre. El cuchillo raspaba el vidrio del frasco, mezclándose con los grillos que entraban desde afuera. Por un instante, imaginé a Lina ahí, apoyada en la encimera, riéndose de lo mal que untaba la mermelada.




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