La campana marcó el final de clases, y yo ya estaba listo para escapar de ahí cuando Ellie apareció frente a mí, bloqueando la puerta con los brazos extendidos como si fuera un guardia.
—Vamos.
—¿A dónde? —fruncí el ceño.
—A la biblioteca.
—Paso.
—No es una invitación —replicó, y antes de que pudiera reaccionar, ya me había tomado del brazo y me arrastraba por el pasillo como si tuviera derecho sobre mi vida.
No sé en qué momento acepté mi destino, pero unos minutos después estábamos en una de las mesas más apartadas de la biblioteca, y ella dejaba caer sobre la superficie un montón de cosas: libros de historia local, viejos atlas, mapas doblados, fotografías impresas y hasta bocetos hechos a mano. Todo se desparramó como una avalancha de papeles.
Me hundí en la silla, exhausto solo de mirarla.
—¿Y esto qué se supone que es? ¿Una tortura?
Ellie, con los ojos brillando, alzó una fotografía como si fuera una prueba irrefutable de un crimen.
—Es todo lo que encontré sobre el pueblo, sobre el bosque de las luciérnagas eternas.
—¿Eter… qué? —arqueé una ceja.
—Ya lo sabes, Ash. —Me señaló con un lápiz como si estuviera regañándome—. El poema. El lugar escondido en las montañas, donde las luciérnagas brillan como estrellas de un cielo invertido. —golpeó suavemente el montón de papeles— Lo vamos a encontrar.
Apoyé la frente en la mano y solté un suspiro.
—¿Te das cuenta de lo ridículo que suena?
—Sí —respondió sin dudar—. Pero también es ridículamente hermoso.
La mayoría del tiempo no podía comprenderla. Y de verdad, uería entender porque era tan importante para ella, porque se aferraba tanto a esa idea.
Mientras yo trataba de no perder la paciencia, ella pasaba páginas, subrayaba frases, trazaba rutas con los dedos. Se movía como si tuviera energía infinita. Yo apenas podía seguirle el ritmo con la mirada.
En un momento, extendió un mapa frente a mí y lo giró para que lo viera.
—Mira, aquí. Este sendero conecta con el río, y si seguimos más allá, tal vez encontremos…
—Ellie. —La interrumpí, cansado—. Yo no sirvo para esto.
Ella se inclinó sobre la mesa, apoyando los codos y mirándome como si quisiera leer lo que no decía en voz alta.
—Claro que sirves. Solo que prefieres esconderte en la oscuridad.
Me incomodó la naturalidad con la que lo dijo.
Ella sonrió, como siempre.
—No te preocupes, Ash. Si no puedes seguirme el ritmo, yo bajaré la velocidad.
Me recosté en la silla, sin saber si debía sentirme irritado o… aliviado.
—Sé que soy molesta… que a veces es difícil seguirme el ritmo —continuó, bajando la mirada mientras su voz se volvía apenas un murmullo—. Pero eres lo más parecido a un amigo que he tenido, y… me gustaría que vinieras conmigo.
Verla así, tan vulnerable, tuvo un efecto extraño en mí. Como si, de pronto, naciera una necesidad absurda de protegerla, incluso de sí misma y de sus locuras.
—Deja de decir tonterías —respondí, intentando romper la tensión—. Mejor ponte a leer.
Ella sonrió agradecida y volvió a inclinarse sobre los papeles, con la mirada fija en ese mar de mapas y dibujos, como si de verdad creyera que estaba a punto de descubrir algo asombroso.
Y yo, contra toda lógica, me quedé mirándola trabajar, preguntándome de dónde sacaba tanta luz alguien que parecía a punto de romperse.
Al final me rendí. Era inútil intentar detenerla, así que abrí uno de los libros más polvorientos y empecé a leer al azar. Viejas crónicas sobre ríos, notas de naturalistas olvidados, leyendas que hablaban de luces en los bosques como si fueran espíritus.
Pasó un rato. No sé cuánto. El ruido de las páginas pasando se mezclaba con mi respiración lenta, y de pronto noté un silencio distinto.
Levanté la mirada.
Ellie estaba apoyada sobre la mesa, dormida. El cabello revuelto le caía sobre la frente y los labios entreabiertos parecían a punto de pronunciar algo. Tenía una mancha de tinta en el dorso de la mano, y, aun así, incluso en ese estado, irradiaba una especie de calma luminosa.
Me quedé observándola sin querer. Y, contra mi voluntad, pensé en Lina. En cómo también se quedaba dormida sobre los libros cuando estudiaba, en cómo su respiración pausada llenaba la casa de un calor que ya no existe.
Un nudo se me formó en la garganta.
Sacudí la cabeza y estiré un brazo para tocar suavemente el hombro de Ellie.
—Oye. Despierta.
Ella se movió apenas, abrió un ojo con dificultad y sonrió, somnolienta.
—¿Ya lo encontramos? —murmuró, la voz arrastrada.
—Encontramos sueño, eso sí. —Me aparté, incómodo—. Tal vez es mejor que descanses un poco.
Ellie se enderezó despacio, frotándose los ojos. Luego me miró con una chispa renovada, como si la idea acabara de ocurrírsele.