Donde mueren las luciernagas

Capitulo 6: El arbol de las luciernagas

Los días siguientes pasaron como un sueño extraño del que no quería despertar y, al mismo tiempo, me asustaba estar viviendo.

Entre clases, Ellie aparecía siempre con algún plan bajo la manga: otra excursión a un templo olvidado cubierto de enredaderas, un paseo por las calles del mercado del pueblo donde me obligaba a probar comida que nunca hubiera pedido por mí mismo, o largas horas en la biblioteca, donde los libros y los mapas se acumulaban como montañas imposibles de escalar.

A veces terminábamos en puestos callejeros, comiendo carnes humeantes o dulces pegajosos, y ella siempre reía cuando yo hacía una mueca de desconfianza antes de probar algo.

En el mercado del pueblo, me obligó a probar unas bolitas dulces cubiertas de polvo blanco.

—Confía en mí, están riquísimas —dijo, extendiéndome una.

La mordí con desconfianza y casi me atraganto con el relleno pegajoso. Ella se rió tanto que la gente se volvió a mirarnos.

En la biblioteca, la encontraba dormida entre montones de libros y papeles arrugados, el cabello cayéndole sobre la frente. Me quedaba mirándola más tiempo del que me atrevía a admitir, hasta que ella despertaba de golpe, estirándose como un gato.

—¿Ya descubriste algo? —preguntaba con una sonrisa culpable, como si no hubiera pasado nada.

Otras noches, volvíamos a la laguna. Ellie con su cámara colgada del cuello, yo con las manos en los bolsillos fingiendo que no me importaba. Nos quedábamos ahí, viendo cómo las luciérnagas encendían la oscuridad en destellos breves, como respiraciones de luz. Ella disparaba fotos una tras otra, tratando de atrapar cada chispa, y yo me preguntaba qué era lo que de verdad quería guardar: la imagen en la cámara, o el instante mismo de estar allí.

Las horas se volvían interminables, como si la noche se estirara solo para que ella pudiera seguir mirando, riendo, inventando historias sobre las luciérnagas que escapaban del cielo para descansar en nuestro mundo.

Yo escuchaba, en silencio, y fingía que no me importaba. Pero en el fondo, cada palabra suya, cada destello, se me quedaba grabado como cicatrices luminosas.

Y sin darme cuenta, mi invierno comenzaba a llenarse de grietas por donde se colaba la luz.

Nos quedamos sentados a la orilla. El agua estaba quieta, apenas ondulada por el viento, y las luciérnagas ya habían empezado a encenderse, una tras otra, como si alguien estuviera clavando estrellas diminutas en la noche.

Ellie tenía la cámara apoyada sobre las rodillas, pero no la levantaba. Solo miraba.

—¿Sabes por qué brillan las luciérnagas? —preguntó de pronto.

—Porque sí —respondí, encogiéndome de hombros.

Ella rió, bajito.

—No, tonto. Brillan para atraer pareja, comunicarse y asegurar la continuidad de su especie.

Me quedé en silencio, observando cómo una de ellas pasaba frente a nosotros, dejando un rastro verde.

—Pero… —continuó Ellie, con un tono más serio— ese mismo brillo que las hace hermosas también las vuelve vulnerables. Depredadores y humanos las buscan precisamente por su luz.

La miré de reojo. Ella seguía contemplando el suave movimiento del agua, como si me hablara tanto a mí como a sí misma.

—Nuestra “luz” es igual —dijo, tocándose el pecho con la mano libre—. Nuestros talentos, pasiones, lo que nos hace únicos… eso es lo que nos define, pero también lo que nos expone. Ser auténticos significa aceptar que aquello que nos distingue puede traernos alegría, pero también dolor.

El reflejo del agua iluminaba su rostro, haciéndola parecer una de esas luces.

—Las luciérnagas me recuerdan —añadió— que el propósito de vivir no es esconder la luz, sino ejercerla… aunque implique riesgos.

Me quedé escuchando en silencio, atrapado en sus palabras. Y entonces, Ellie, con esa naturalidad insoportable suya, sonrió y soltó:

—Además, piensa que al final todo es por eso: para atraer pareja.

Abrí los ojos de golpe.

—¡¿Qué?!

Ella se echó a reír, doblándose un poco hacia adelante, como si hubiera estado esperando mi reacción.

—Es la verdad científica, Ash. No te pongas rojo.

—¡Yo no estoy rojo! —mentí, apartando la mirada hacia el agua.

Ella seguía riendo, y el sonido se mezclaba con el canto de los grillos y el parpadeo de las luciérnagas.

Yo quería enojarme, quería decirle que era una ridícula… pero no pude. Porque, de alguna manera, en ese momento su risa me pareció tan brillante como las luces que intentábamos atrapar.

***

No sé porque acepté ir. Quizás porque con Ellie nunca era realmente una opción decir que no.

Me arrastró hasta un pueblo cercano, más allá de las colinas. Caminamos por callejones estrechos, pasamos frente a casas viejas con faroles encendidos, y finalmente tomamos un sendero que se abría hacia un campo. Allí estaba.

El árbol.

Enorme, imposible, como si hubiera nacido siglos atrás. Su tronco era tan ancho que parecía un muro, y las raíces se hundían en la tierra como serpientes dormidas. Pero lo más impresionante era la abertura en la base: un hueco oscuro, tan grande que uno podía entrar de pie.




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