El olor a café me despertó antes que el timbre de la alarma. Por un segundo pensé que estaba soñando, porque hacía mucho que la casa no olía a nada salvo a polvo y silencio.
Bajé las escaleras arrastrando los pies y me quedé quieto en el marco de la cocina.
Mi madre estaba de pie frente a la estufa, con el cabello recogido a medias y una blusa arrugada por no haber tenido tiempo de planchar. En la mesa había pan tostado, huevos y dos tazas de café.
—Buenos días —dijo al verme, con una sonrisa que hacía tiempo no le veía—. Ven, desayuna conmigo.
Me senté sin saber muy bien qué hacer. Durante meses la había visto siempre salir a toda prisa, con el portátil bajo el brazo y un “nos vemos luego” como única compañía. Ahora estaba ahí, sirviéndome un plato como si nada.
—Hace mucho que no desayunamos juntos —murmuré.
—Demasiado. —Suspiró, sentándose frente a mí—. Y eso es culpa mía.
La miré en silencio, esperando que siguiera.
—Ash… —empezó, removiendo el café sin beberlo— he notado algo en ti. Antes estabas… no sé, apagado. Como si hubieras dejado de mirar el mundo. Pero últimamente tus ojos han vuelto a brillar.
Me quedé quieto, con el tenedor a medio camino. ¿Brillar? No estaba seguro de que esa palabra me perteneciera.
—No sé de qué hablas —murmuré, apartando la vista.
Ella sonrió, triste.
—Sí lo sabes. Has cambiado. Y me alegra… pero también me duele, porque siento que no estuve aquí para verlo.
Se quedó callada un momento, y luego alzó la mirada, con un brillo húmedo en los ojos.
—Quiero pedirte perdón, Ash. Por pasar tanto tiempo trabajando, por dejarte solo… por no ser una buena madre.
—Mamá…
—Perder a Lina fue… —su voz se quebró, pero respiró hondo para seguir— fue lo peor que me ha pasado. A tu padre y a mí nos destrozó, y en vez de acercarnos a ti, nos escondimos en el trabajo. Fue egoísta. Muy egoísta. Porque tú también estabas sufriendo.
Fui incapaz de decir algo. Tenía un nudo en la garganta, las palabras atrapadas como insectos en un frasco.
Solo pude apretar el borde de la mesa con fuerza, luchando contra el temblor en mis manos.
Ella estiró la suya y la colocó sobre la mía. Calor. Hacía mucho que no sentía ese calor.
—No quiero seguir perdiéndote, Ash —susurró.
La miré a los ojos. Y, aunque aún me costaba hablar, algo dentro de mí se aflojó, como si el hielo se derritiera un poco más.
Me quedé mirando la mano de mi madre sobre la mía. No recordaba la última vez que me había tocado de esa forma, como si quisiera sostenerme para que no me desmoronara.
Tragué saliva.
—No estoy… bien del todo —dije al fin—. Pero creo que… estoy aprendiendo a respirar otra vez.
Ella arqueó las cejas, como si no esperara que respondiera tan directo.
—¿Aprendiendo a respirar?
—Sí. —Solté un suspiro breve—. A veces siento que todavía vivo en ese invierno… pero hay alguien que… que está empeñada en abrir las ventanas, aunque yo no quiera.
El rostro de mi madre se suavizó.
—¿Alguien?
No pude mirarla a los ojos. Me concentré en el plato, jugando con el tenedor.
—Una compañera de clase.
—Ah… —dijo con un tono cargado de una ternura que me hizo apretar los dientes.
—No es lo que piensas —me apresuré a decir, aunque sabía que sonaba como si lo fuera—. Ella… simplemente no se rinde. Es molesta, pesada, insiste en arrastrarme a sitios absurdos. Pero… —me detuve un segundo, buscando las palabras— cuando está cerca… es como si todo pesara un poco menos.
Mi madre sonrió con los ojos húmedos, aunque no dijo nada de inmediato.
—A veces —dijo al fin— las personas llegan justo cuando más las necesitamos, aunque no lo entendamos.
Sentí un nudo apretándome en el pecho. No quise decirlo en voz alta, pero pensé en Lina. En cómo ella siempre había sido la que me mostraba la luz antes. Y ahora… ahora era Ellie quien parecía recoger ese papel imposible.
—Me alegra, Ash. —Mi madre apretó un poco más mi mano—. Me alegra verte con algo de vida en los ojos. Y prometo que esta vez… no voy a desaparecer en mi trabajo. Quiero estar aquí contigo.
La miré, todavía incrédulo, todavía con miedo de creerle. Pero en sus ojos había algo honesto. Algo que hacía mucho no veía.
Asentí apenas.
—Está bien, mamá.
El silencio que siguió no fue incómodo. Era distinto, como si ambos hubiéramos dicho lo suficiente por ahora.
Subí a mi cuarto antes de salir. El uniforme todavía me quedaba algo arrugado, y la mochila estaba medio vacía, como siempre. Pero antes de ponérmela al hombro, abrí el cajón de mi escritorio.
Saqué una hoja en blanco. El lápiz se sentía pesado, como si supiera que otra vez iba a cargar con lo que no me atrevía a decir en voz alta.