Los días siguientes se deshicieron en una rutina extraña, hecha de tierra, hojas y risas. Ellie y yo pasábamos las tardes explorando cada rincón del bosque. Caminábamos hasta que el sol se hundía detrás de los árboles y los grillos marcaban el ritmo de la noche.
No encontramos el lugar secreto del que hablaba la abuela de la profesora Makinen. Ni un bosque eterno de luces, ni almas convertidas en luciérnagas. Solo raíces que se enredaban como trampas, senderos que parecían repetirse y claros donde apenas brillaban unas cuantas luces verdes al caer la noche.
Y, aun así, no me importaba.
Ellie parecía feliz en cada paso, como si la búsqueda fuera más importante que el hallazgo. Llevaba siempre su cámara colgada del cuello y, cada tanto, se detenía de golpe solo para disparar una foto a un insecto, a un rayo de sol filtrándose entre las ramas, o a mí, cuando menos lo esperaba.
—Deja de hacer eso —protestaba yo, apartando la cara.
—Nunca. —Su sonrisa era un desafío constante.
Al final del día terminábamos tirados sobre la hierba, compartiendo agua tibia y algún bocadillo comprado en el mercado. Ella hablaba sin parar, inventando teorías absurdas sobre por qué el lugar secreto se escondía de nosotros, y yo fingía no escuchar… aunque en realidad lo hacía todo el tiempo. Escuchaba cada palabra que salía de su boca.
Cada risa suya se me quedaba grabada. Cada destello de luz en sus ojos, también. Poco a poco, empecé a comprender que no buscábamos un bosque de luciérnagas inmortales. O no solo eso. Lo que estábamos encontrando era otra cosa: instantes que, aunque fugaces, parecían suficientes para iluminar todo mi invierno.
Los días se fueron llenando de esos momentos, hasta que casi sin darme cuenta la rutina volvió a alcanzarnos. Una tarde cualquiera, el murmullo de los pasillos y el calor del verano se mezclaron como siempre… hasta que la campana de la última clase resonó.
Ellie ya estaba recogiendo sus cosas con esa rapidez que siempre significaba lo mismo: otra excursión improvisada.
—Vamos, Ash —dijo, tirando de mi manga antes de que pudiera levantarme—. Hoy exploraremos la zona norte del bosque. Seguro que ahí encontramos alguna pista.
Me quedé quieto, sin moverme.
—No.
Ella parpadeó, como si no hubiera escuchado bien.
—¿Qué?
—Hoy no vamos al bosque. —Cerré mi cuaderno con calma—. Ya estuvo bien por esta semana.
El ceño de Ellie se frunció de inmediato.
—¿Qué te pasa? ¿Ahora te rindes?
—No me rindo. —Me crucé de brazos, conteniendo una sonrisa—. Solo digo que hoy no vamos.
Ella me lanzó una mirada fulminante y se hundió en su asiento, inflando las mejillas como una niña a la que le niegan un dulce. No pude evitarlo. Me reí. De verdad me reí, con una carcajada abierta que retumbó en el salón vacío.
Ellie levantó la cabeza de golpe, sorprendida.
—¿Te estás… riendo?
Me pasé una mano por la cara, aun sonriendo.
—¿Y qué tiene?
—Tiene que nunca lo haces. —Sus ojos se suavizaron, casi brillando—. Ash… estás cambiando.
Sentí un calor extraño en el pecho, incómodo, pero no desagradable.
Me incliné hacia ella, todavía con media sonrisa.
—Hoy no iremos al bosque porque tengo un plan mejor.
—¿Ah, sí? —dijo, arqueando una ceja, aún un poco molesta.
—Quiero llevarte al festival de verano.
—¿El festival…?
Asentí.
—Quiero que veamos juntos los fuegos artificiales.
Ella me miró con la boca entreabierta, como si no supiera si gritar de alegría o fingir que no le importaba. Finalmente, su sonrisa se desplegó lenta, iluminando toda la sala.
—Entonces… supongo que puedo perdonarte.
—Qué generosa. —Rodé los ojos, pero esta vez sin ocultar la risa que todavía me temblaba en la garganta.
Y mientras Ellie comenzaba a hablar de lo que íbamos a comer, de los puestos que visitaríamos y de la mejor vista para los fuegos artificiales, me descubrí pensando que, por primera vez en mucho tiempo, yo también quería brillar.
***
Las calles del pueblo estaban iluminadas con faroles de papel que colgaban como estrellas artificiales. El aire olía a comida frita y algodón de azúcar, mezclado con el murmullo constante de la gente y las risas de los niños corriendo entre los puestos.
Ellie se movía como un torbellino, arrastrándome de un lado a otro.
—¡Ash, mira! —exclamó, apuntando a un puesto de dardos. Antes de que pudiera protestar, ya había pagado y me estaba poniendo un dardo en la mano.
—No soy bueno en esto.
—Pues hoy lo serás. —Sonrió, concentrada, y lanzó el suyo. Falló estrepitosamente, y en lugar de molestarse, soltó una carcajada que hizo que varias personas alrededor la miraran contagiadas.