La tormenta llegó sin aviso. Me despertó el golpe de la lluvia contra los cristales y el rugido del viento atravesando las rendijas. Desde mi ventana, la noche parecía un monstruo que rugía: árboles doblados como si fueran de papel, ramas que volaban, relámpagos que partían el cielo en dos.
Me quedé ahí, apoyado en el marco, observando cómo la oscuridad se desgarraba con cada trueno. Y pensé en las luciérnagas. ¿Dónde se esconderían en medio de esa tempestad? ¿Sobrevivirían a la furia de un cielo que no tenía piedad?
La tormenta siguió durante horas interminables, hasta que mis párpados cedieron. Dormí mal, con sueños enredados de ramas partidas y luces verdes apagándose una a una.
A la mañana siguiente, en el aire se podía percibir el aroma a lodo. Las calles estaban cubiertas de hojas húmedas, el cielo aún encapotado por nubes grises. Caminé sin ganas hasta la casa de Ellie, con la sensación de que algo estaba fuera de lugar desde que abrí los ojos.
Cuando toqué el timbre, no fue ella quien salió, sino su madre. Tenía ojeras profundas y el gesto preocupado, con el delantal todavía húmedo de haber fregado.
—Ash —dijo apenas me vio—. ¿No has visto a Ellie?
—No… ¿por qué?
Su madre se llevó una mano a la frente.
—Salió muy temprano, antes de que amaneciera. Estaba… alterada. No quiso decirme a dónde iba. Solo tomó su cámara y salió corriendo. Esperaba que estuviera contigo.
Sentí un vacío extraño en el estómago.
—¿Alterada? —pregunté, aunque la palabra ya me pesaba en la garganta.
—Sí. —Su madre me miró con ojos cansados—. Dijo que tenía que ir a ver “algo importante” antes de que desapareciera.
Tuve un mal presentimiento. Yo sabía exactamente a qué se refería, aunque deseaba estar equivocado.
Las luciérnagas.
No lo pensé dos veces. Mis pies se movieron solos, corriendo por las calles húmedas, atravesando charcos y ramas caídas. Cada paso me llevaba directo al bosque, a ese lugar donde todo había comenzado.
El sendero estaba irreconocible. Troncos desgajados, hojas arrancadas, charcos oscuros que se tragaban mis zapatillas. El bosque que solía brillar con vida ahora parecía herido por la tormenta.
Y entonces la vi.
Ellie estaba arrodillada en la orilla, con la ropa cubierta de barro, el cabello pegado por la humedad y el rostro empapado de lágrimas. Sus manos estaban enrojecidas de tanto apartar ramas, como si hubiese intentado salvar el bosque con sus propias fuerzas.
Me detuve, sin aliento, incapaz de pronunciar palabra.
—¡Las destruyó! —gritó de repente, golpeando el suelo con la palma—. La tormenta… las arrancó, las ahogó… ¡las luciérnagas no tenían dónde esconderse!
Su voz se quebró, y la vi temblar.
—Ellie… —me acerqué despacio, todavía incrédulo al verla tan fuera de sí.
Ella alzó la mirada, con los ojos encendidos por la rabia y la tristeza.
—¿Por qué? ¡Eran tan frágiles, Ash! ¡tenían que brillar un poco más!
Me quedé helado. Nunca la había visto así, tan desgarrada, tan vulnerable. Ellie, que siempre parecía reírse de todo, ahora estaba hecha pedazos frente a mí.
Me arrodillé a su lado, sin saber qué hacer. Parte de mí quería decirle que eran solo insectos, que así era la naturaleza… pero las palabras murieron en mi garganta. Porque entendí que para ella no eran solo luciérnagas. Eran mucho más.
Era el recordatorio de su propio tiempo.
La rabia en sus ojos se mezcló con el dolor, y en ese instante comprendí lo injusto que me parecía: que alguien como Ellie, que brillaba tanto, tuviera que cargar con un destino tan corto.
La miré, sorprendido, con el corazón apretado.
En ese momento, no me asustó verla alterada. Me asustó imaginarla apagándose como esas luces verdes ahogadas en la tormenta.
Me acerqué un poco más y noté cómo sus manos, apretadas contra el barro, temblaban. Todo su cuerpo lo hacía. El llanto no era lo único que la sacudía: estaba empapada, con los labios pálidos y la piel más fría de lo normal.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Salió cuando aún no amanecía, pensé, sin abrigo, sin nada que la protegiera de la tormenta.
—Ellie… —murmuré, quitándome la chaqueta—. Estás helada.
La coloqué sobre sus hombros, intentando cubrirla como podía. Ella no me miró, seguía apretando los puños contra sus rodillas, como si el enojo fuera lo único que la mantenía de pie.
—Vamos —dije, extendiendo mi mano para ayudarla a levantarse.
Ella dudó, pero finalmente la tomó. Se incorporó apenas, tambaleándose como si las fuerzas se le hubieran agotado.
—Tienes que volver a casa. Necesitas descansar.
—No… —su voz sonó ronca, casi un sollozo disfrazado de terquedad—. No quiero. Aún no.
Intentó apartarse, pero su cuerpo no le respondió. La sujeté antes de que volviera a caer.
La rabia seguía en su mirada, pero ya no tenía fuerza. Y en ese instante tomé una decisión sin pensarlo.