Ellie
Al principio pensé que aún estaba soñando. Todo era blanco, demasiado blanco, como si alguien hubiera encendido un sol en medio de la nada. El aire olía fuerte, a metal, a desinfectante, a algo que no pertenecía a mi mundo de luciérnagas y bosques.
Parpadeé varias veces, hasta que la luz dejó de arderme en los ojos. La borrosidad se fue retirando poco a poco, como una cortina pesada, y entonces vi dos sombras a mi lado.
—¡Ellie! —La voz de mi madre tembló como nunca antes la había escuchado.
Sus manos estaban sobre mí, cálidas, apretando las mías como si no quisiera soltarme jamás.
—Mi niña… —Mi padre. Sus ojos estaban enrojecidos, la piel de su rostro marcada por noches sin dormir. Tenía la boca abierta, como si buscara palabras, pero lo único que salió fue un sollozo quebrado.
No entendía qué pasaba. No entendía por qué me miraban así, con tanta desesperación, con tanto… amor.
—Oigan… tranquilos —logré susurrar, mi voz áspera, oxidada por el silencio de quién sabe cuántos días—. Estoy bien… de verdad.
Pero ellos no se calmaron. Mi madre me acarició el cabello con torpeza, repitiendo mi nombre una y otra vez. Mi padre bajó la cabeza y lloró contra mi mano, como si estuviera rezando.
Yo solo podía mirarlos, confusa.
Y entonces lo sentí.
Un latido.
No el mismo de siempre.
Este era más fuerte, más seguro… y, al mismo tiempo, extraño, como si no terminara de pertenecerme.
Mi pecho subía y bajaba con dificultad. Llevé la mano hacia allí, buscando instintivamente la fuente de esa sensación.
Los dedos tocaron primero la tela áspera de la bata, y luego algo más: una línea rugosa, reciente, sensible.
Una cicatriz.
Fría y ardiente al mismo tiempo.
El aire se me atascó en la garganta. No necesité preguntar qué significaba. La respuesta estaba escrita en cada lágrima de mis padres, en la manera en que no dejaban de mirarme, como si no creyeran que de verdad estaba allí.
Mi madre me tomó el rostro entre las manos, las suyas temblaban.
—Conseguimos un corazón, Ellie… —dijo entre sollozos, su voz hecha pedazos, pero cargada de alivio—. El trasplante fue un éxito.
Sentí que el mundo se detenía.
Un silencio pesado me envolvió, solo roto por el pitido constante de las máquinas a mi alrededor.
Un corazón nuevo.
Un corazón que late dentro de mí, prestado, regalado, arrancado de otra historia para sostener la mía.
No pude evitar pensar: ¿de quién era?
¿De qué vida provenía esta luz que ahora me mantenía despierta?
No lo dije. No podía.
Solo cerré los ojos un instante, escuchando ese latido extraño que ahora me pertenecía.
Un latido que me salvaba.
Y que, al mismo tiempo, me hacía sentir más frágil que nunca.
Las semanas pasaron como en un sueño borroso, entre pasillos de hospital, rostros desconocidos y voces que me repetían que debía ser paciente, que poco a poco recuperaría fuerzas. Aprendí a caminar de nuevo sin temblar, a respirar sin miedo, a confiar en este nuevo ritmo dentro de mí.
Pero nada de eso me preparó para estar aquí, otra vez, frente al agua.
El aire de la tarde era fresco, cargado del olor a tierra húmeda y hojas mojadas. Caminé despacio por la orilla, sintiendo cómo la hierba se doblaba bajo mis pasos. El reflejo del cielo se extendía sereno sobre el agua, y algunas luciérnagas comenzaron a encenderse con los primeros tonos de la noche.
Me detuve y observé cómo una de ellas titilaba un par de veces antes de apagarse en la penumbra. Y entonces lo pensé, con una claridad que dolía:
Cada luz que se apaga nos recuerda que la belleza es siempre un préstamo breve. Que nada está hecho para durar para siempre.
Acaricié mi pecho sin darme cuenta, siguiendo el compás del corazón que latía dentro de mí. Un corazón que no era mío, y que sin embargo me sostenía como si siempre me hubiera pertenecido.
Suspiré. El estanque seguía quieto, brillante de luciérnagas, pero dentro de mí todo se agitaba: gratitud, miedo, una ternura difícil de explicar.
Me pregunté si algún día dejaría de sentir este contraste entre la luz y la sombra, entre la vida que me fue dada y la que tuve que dejar atrás para poder tenerla.
Me quedé quieta, con la vista perdida en las luces verdes que flotaban sobre el agua.
Entonces, algo cambió.
Una silueta apareció al otro lado del remanso.
Me froté los ojos, convencida de que era un juego de mi memoria, de mi deseo. Pero no… la figura seguía allí, recortada contra la penumbra, avanzando con paso tranquilo.
Mi respiración se detuvo.
El corazón —mi nuevo corazón— golpeó con fuerza.
Ash.
No necesitaba acercarme más para saberlo. Reconocía esa forma de caminar, ese modo de llevar las manos en los bolsillos como si cargara con todo el peso del mundo.