POV HOLLY
El amanecer llegó con un resplandor dorado que se filtraba entre las cortinas, acariciando el borde de la cama. Peter dormía aún, con una mano sobre mi vientre, como si quisiera protegernos incluso en sueños. El bebé se movió suavemente, y sentí esa oleada de ternura que me recordaba cuánto había cambiado mi vida desde que lo conocí.
El silencio era tan sereno que dolía romperlo. Pero la vida seguía su curso: el reloj marcaba las ocho, y el olor del chocolate recién hecho empezó a colarse por la casa.
Me levanté despacio, miré mi reflejo en el espejo. Había aprendido a reconocerme de nuevo: con el rostro más redondo, los ojos más suaves y un brillo que no recordaba haber tenido. Me toqué el vientre, con una sonrisa que tembló al formarse.
—Buenos días, pequeñito —susurré—. Hoy será un buen día.
Peter apareció detrás de mí, despeinado, aún somnoliento, y me rodeó por la cintura.
—Día de perezosos —dijo con voz ronca—. Deberíamos quedarnos así todo el día.
—No, señor Thomson —respondí entre risas—. Prometiste llevar a los niños a ver las luces del centro.
—¿Y si mejor vemos las del árbol? —insistió, besándome el cuello.
Reí. A veces parecía un niño más, y era justo eso lo que me hacía amarlo tanto.
El día transcurrió entre risas, los gritos de Carlo jugando con Sofí, y la música que se colaba desde la cocina. Era una escena sencilla, pero tenía esa perfección que solo los días normales pueden tener.
Hasta que el teléfono sonó.
El sonido rompió la calma como una grieta invisible.
Miré el número desconocido, y algo dentro de mí se tensó. Dudé unos segundos antes de contestar.
—¿Holly? —la voz al otro lado era femenina, quebrada, y me tomó un instante reconocerla—. Soy mamá… No cuelgues por favor.
El aire pareció desaparecer del cuarto.
Peter me miró, confundido.
—Necesitamos verte —continuó ella, entre sollozos—. Tu padre… también quiere hacerlo. Hemos estado pensando… en todo. Queremos conocer a los niños y volver a verte mi niña, prometo que todo será diferente. Las cosas han cambiando en casa, por favor…
No supe qué responder. Tantos años de silencio, de heridas sin cerrar, de noches en las que juré que nunca volvería a escuchar esas voces.
Mis dedos temblaban.
—Holly —Peter se acercó, tomándome la mano, entonces le mostré la llamada—. No tienes que hacerlo
—Quiero —dije finalmente, apenas un susurro.
Quería cerrar ese círculo, aunque doliera. Tal vez necesitaba hacerlo antes de que el bebé llegara, antes de seguir construyendo una vida que aún tenía grietas del pasado.
Peter asintió despacio, sin intentar detenerme. En sus ojos vi algo más profundo que miedo: fe.
—Entonces iremos juntos —dijo con calma—. No dejaré que vuelvas a enfrentarlos sola.
Esa tarde, me prepare para visitar a mis padres en su mansión, llamamos a la niñera y decidimos que después hablaríamos con los niños, si mis padres estaban realmente dispuestos a cambiar, tendríamos una gran familia.
Todo se sentía tranquilo… demasiado tranquilo.
Antes de salir, me detuve frente al espejo otra vez.
Mi reflejo devolvía una imagen serena, pero dentro de mí había una agitación que no entendía. Acaricié mi vientre una última vez.
—Hoy, todo va a estar bien —susurré, aunque algo en mi voz dudó al final.
Peter me abrazó desde atrás, besó mi hombro y dijo con ternura:
—Te amo, Holl.
—Y yo a ti —respondí.
Afuera, la nieve comenzaba a caer, cubriendo el camino con un blanco perfecto.
La casa quedó encendida, como si esperara su regreso.
Pero no lo habría.