Donde termina el adiós

CAPITULO 7

POV ANDRÉS

El ruido del televisor todavía llenaba la habitación cuando abrí los ojos.

Una mujer dormía a mi lado, boca abajo, el cabello rubio extendido sobre la almohada. No recordaba su nombre. Ni siquiera estaba seguro de haberle preguntado. No recordaba en qué momento llegamos aquí. Ni si había sido idea mía o de ella.

Me levanté despacio, tropecé con una botella vacía y fui al baño.

El piso estaba frío.

El aire olía a cigarro.

La luz blanca me cegó.

Me quedé mirando el reflejo que me devolvió el espejo.

Ojeras marcadas, ojos vidriosos, barba desordenada.

Parecía un extraño.

Abrí el grifo, dejando que el agua helada chocara contra mi rostro, tratando de lavar el cansancio, pero no podía. El reloj marcaba las 12:47 a. m.

El teléfono vibró sobre la mesa de noche. Una vez. Dos veces. Tres.

Pensé en ignorarlo.

Pero siguió. Insistente. Como si el mundo no quisiera dejarme esconderme más.

—¿Sí? —mi voz salió ronca, seca.

—¿El señor Andrés Thomson? —preguntó una voz seria, de hombre.

—Sí, ¿quién habla?

—Le habla el agente Méndez, de la división de tránsito de Oakville. Lamento informarle que su hermano, Peter Thomson, ha tenido un accidente automovilístico.

Me quedé en silencio.

El zumbido del televisor pareció hacerse más fuerte, el aire más denso.

—¿Qué? —alcancé a decir.

—El vehículo se impactó contra una barrera de contención en la autopista. Su cuñada, la señora Holly Thomson, fue trasladada al hospital en estado crítico…

Hubo una pausa. Una maldita pausa que parecía estirarse hasta lo infinito.

—Lo siento mucho… pero su hermano… falleció en el lugar.

La palabra “falleció” se repitió dentro de mí como un eco imposible de detener.

Falleció.

Falleció.

—No —dije, sin pensarlo—. No puede ser. Debe haber un error.

—Lamento confirmarle que no lo hay. Usted figura como contacto familiar.

El aire se me fue de los pulmones. Todo lo que conocía se desmoronaba. De fondo, la mujer en la cama murmuraba algo. Ni siquiera la miré.

—¿Y los niños? —pregunté, con la voz quebrada.

—Afortunadamente no había menores en el vehículo, todo parece indicar que estaban bajo el cuidado de una niñera. Los servicios sociales han tomado custodia temporal hasta que un familiar se haga responsable.

No supe qué responder. Ni siquiera recuerdo haber colgado.

Solo sé que me apoyé contra la pared, sintiendo cómo el mundo giraba a cámara lenta.

Peter. Mi hermano.

Mi otra mitad.

Mi pasado entero.

El recuerdo de los últimos años me golpeó con fuerza: los estadios, la fama, las apuestas, las fiestas. Los días vacíos, las noches de alcohol, las risas que no eran mías. Todo eso, de golpe, se volvió irrelevante.

La chica se incorporó, medio dormida, con el cabello enredado.

—¿Qué pasa? —preguntó, confusa.

—Nada. Tienes que irte.

—¿A esta hora?

—Sí. Por favor, solo vete.

Ella masculló algo y comenzó a vestirse.

No la miré. Busqué mis llaves, mi chaqueta, mi billetera, no supe cómo logré vestirme.
Yo no podía dejar de pensar en Peter.
En la última vez que hablamos, hace casi un año.

Salí del departamento sin cerrar la puerta.

El frío de la madrugada me golpeó apenas pisé la calle.

Encendí el motor del auto. Las manos me temblaban.

Todo lo que alguna vez tuvo sentido se había derrumbado en cuestión de segundos.

Mientras conducía hacia el aeropuerto, las luces de la ciudad se fundían en líneas borrosas.

No sé cómo no choqué. No sé si el semáforo estaba verde o rojo. Solo sé que repetía una y otra vez las mismas palabras, como un rezo desesperado:

“No puede ser. No puede ser. No puede ser.”

El aeropuerto estaba casi vacío.

El suelo brillaba bajo las luces artificiales, y el murmullo distante de algunos empleados era lo único que rompía el silencio.

—Necesito un vuelo a Oakville —dije al llegar al mostrador, sin siquiera mirar a la mujer detrás del escritorio.

Ella levantó la vista, sorprendida.

—¿Esta noche?

—Ahora —contesté.

—Hay uno en una hora.

—Lo tomo.

Mientras esperaba, me senté en una banca metálica.

No sentía las piernas.

El tiempo parecía haberse detenido, como si el mundo se negara a avanzar hasta que yo lo entendiera.

Pensé en Peter.

En su risa.

En las veces que me cubrió cuando rompíamos algo en casa y culpaban solo a él.

Pensé en cómo, cuando me fui, no me despedí.

Nunca lo busqué.

Porque pensé que siempre habría tiempo.

Durante el vuelo, el cielo estaba oscuro, sin estrellas. A mi lado, una mujer dormía abrazando una manta. Yo miraba por la ventanilla, sin ver nada.

Quise llorar. Pero no pude. Solo me ardía el pecho. Cuando aterrizamos, el amanecer apenas insinuaba una línea naranja en el horizonte.

Tomé un taxi y le pedí al conductor que me llevara al hospital.

No hablé durante el trayecto.

No hacía falta.

Cuando llegué, el guardia de la entrada me miró con desconfianza.

Le di mi nombre.

Asintió y me dejó pasar.

Mis pasos resonaban en el pasillo vacío.

Todo era blanco, inmaculado, cruel.

Y entonces la vi.

Lizzi.

De pie recargada en la pared, con la mirada perdida. Parecía frágil, como si el viento pudiera derrumbarla. El cabello suelto, el rostro pálido, las manos temblorosas.

No me vio. Aun no me atreví a acercarme.

Me quedé allí, observándola desde el otro extremo del pasillo.

La luz del amanecer se filtraba por las ventanas, tiñendo todo de un tono melancólico. Y entendí que no solo había perdido a mi hermano. Había perdido los años que lo alejé. Las conversaciones que nunca tuvimos. Las disculpas que nunca dije.

Apreté los puños. El dolor era tan intenso que casi se volvió físico.

Quise hablarle, pero solo la miré.




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