POV ANDRÉS
El día apenas comenzaba, pero dentro del hospital el tiempo parecía suspendido.
Era ese tipo de silencio que se clava en los huesos, el que hace que incluso respirar duela.
Lizzi y yo acabábamos de reconocer los cuerpos.
No hay manera digna de describir algo así; la mente se apaga, el alma se encoge y solo queda ese deseo irracional de correr… pero las piernas no responden.
Cuando sonó mi teléfono, apenas pude mover la mano. Era James, mi amigo del equipo.
—¿Dónde demonios estás? —preguntó, con la voz cargada de preocupación—. Fui a buscarte y no estabas. Pensé que algo te había pasado.
Tragué saliva.
—Estoy en Oakville. Mi hermano Peter y su esposa Holly… tuvieron un accidente.
El silencio al otro lado fue largo, denso.
—¿Qué? ¿Cómo están?
—Murieron —dije, con una voz que ni siquiera reconocí como mía—. Avísale al entrenador y al dueño. No sé cuándo volveré.
Colgué antes de que siguiera hablando y apagué el celular. No podía más. Me dolía la cabeza, la garganta… el alma.
Lizzi regresó del pasillo. Tenía el rostro hinchado, los ojos rojos.
—Le hablé a mis padres —murmuró—. Van a encargarse del funeral. Ya vienen en camino.
—¿Cómo están? —pregunté, aunque la respuesta era obvia.
—Destrozados. Y preocupados por los niños. —Su voz se quebró.
No supe qué decir. Entonces se acercó una mujer con expresión serena, aunque en sus ojos había cansancio.
—Disculpen —dijo con suavidad—. ¿Señorita Waller? ¿Señor Thomson?
—Sí, somos nosotros —respondió Lizzi antes de que yo pudiera hablar.
—Mi nombre es Rose Fils, trabajadora social. Ayer por la noche, el oficial Méndez se comunicó con servicios infantiles tras el accidente de los señores Thomson. Lamento profundamente su pérdida —dijo, sincera.
—Gracias —respondí apenas.
—Sé que no es el mejor momento, pero debo informarles que los menores quedaron bajo custodia temporal del estado. Por protocolo, fueron enviados a una casa de acogida aprobada por nosotros.
—¿Cuándo podremos verlos? —pregunté sin pensarlo.
—Precisamente por eso estoy aquí. Al ser ustedes los contactos de emergencia, el juez los ha designado esta mañana como tutores temporales de los niños, incluido el recién nacido. Deben presentarse hoy a firmar los documentos y podrán llevárselos con ustedes.
Lizzi asintió en silencio. Yo solo logré murmurar un “gracias”. Era demasiada información, demasiado peso en un solo día.
—Entiendo que es difícil procesarlo —añadió Rose—, pero el estado intenta garantizar su bienestar. Las casas de acogida están saturadas, y el juez consideró que lo mejor era mantenerlos con personas de confianza, hasta que se determine la tutela definitiva.
Nos quedamos un momento en silencio, asintiendo, sin saber qué más decir.
Cuando la mujer se alejó, sentí que la incomodidad volvía a apretarme el pecho.
Peter siempre había sido mi ancla, mi brújula… y ahora me recriminaba cada mensaje sin responder, cada llamada que no hice.
Siempre pensé que estaría ahí, a una llamada de distancia.
Pero ya no será así.
…
El resto de la mañana se deslizó lenta, pesada.
El reencuentro con los señores Waller fue aún peor de lo que imaginé. No hubo reproches ni miradas hirientes, solo una distancia helada, casi cortés, que dolía más que cualquier insulto.
Ellos siempre me habían tratado como un hijo. Y yo los había decepcionado.
—Andrés —me llamó Lizzi con voz cansada—. Será mejor que vayas a cambiarte. Más tarde debemos ir por los niños… deben estar tan asustados.
—Lo sé —dije—. No será fácil para ellos.
—No. —Carraspeó—. Mis padres ya arreglaron todo. El funeral será mañana.
Hizo una pausa, respiró hondo.
—Deberías visitar a tu madre. Tal vez no comprenda del todo lo que pasa, pero se pondrá feliz de verte.
El recuerdo me atravesó como un filo.
Después de que papá murió, mamá empezó a tener delirios. Al principio creí que era su manera de retenerme, pero con el tiempo empeoró. Peter me contaba en sus cartas cómo decidió internarla; necesitaba atención las veinticuatro horas.
Y aun así… yo nunca volví.
—Tal vez no me recuerde —dije.
—Eres su hijo —respondió ella con firmeza—. Peter me decía que siempre preguntaba por ti.
Guarde silencio. No supe que responder. Para despejar mi mente camine un poco, y sin darme cuenta llegue a la unidad neonatal. Lizzi me dijo que iría a ahí a ver como progresaba el bebé.
Max estaba ahí, diminuto, envuelto en cables, respirando con esfuerzo. La enfermera nos explicó que su evolución era buena, pero que el contacto humano era vital.
Lizzi se ofreció sin dudar.
La vi sostenerlo con una delicadeza que me desarmó.
El bebé dejó de llorar, como si reconociera algo en ella.
Y, por primera vez desde la noche anterior, sentí que algo dentro de mí respiraba otra vez.
No era esperanza.
Era el deseo —frágil, pero real— de no rendirse.
…
Por la tarde, fuimos a la casa donde los niños estaban temporalmente. Era un hogar cálido, con paredes color crema y una manta de ositos doblada sobre el sofá.
De lejos vimos a Carlo y Sofí.
Cuando Carlo nos vio, soltó un grito y corrió hacia Lizzi, abrazándola con tanta fuerza que casi la derriba.
—Tía Lizzi… —sollozaba una y otra vez.
Sofí, en cambio, se escondió detrás de una silla. Me observaba con recelo.
—Hola, princesa —le dije con suavidad—. ¿Aún me recuerdas? Soy tu tío Andrés.
No respondió.
Cuando Lizzi abrió los brazos, Sofí corrió hacia ella, temblando. Se aferró a su vestido y, con una voz rota, preguntó:
—¿Dónde están mamá y papá?
Lizzi tragó saliva. Y me miro, sabíamos que esto no sería fácil.
—Cariño… tus papás tuvieron un accidente —susurró—. Ya no están aquí, mi amor… pero ahora están en el cielo.
Sofí negó con la cabeza, gritando que no era cierto.