Dos papás, un Destino

Capítulo 1

He llegado a Londres.
Mi pequeño Ares comienza a llorar, pero lo acerco a mí para darle de su tetero.
Nos montamos en el taxi que nos llevará a nuestro nuevo apartamento. Afuera, la ciudad parece moverse más rápido de lo que puedo procesar: la gente con abrigos oscuros, los autobuses rojos, el cielo gris reflejado en los charcos del asfalto. Todo es nuevo… y, de algún modo, también aterrador.

Ares se calma mientras bebe, y apoyo mi cabeza en la ventana empañada. Me pregunto si tomé la decisión correcta al venir aquí. Dejé atrás todo lo que conocía, todo lo que alguna vez fue hogar. Pero no podía seguir atada al pasado… no después de todo lo que pasó con Carlos.

Cuando el taxi se detiene frente al edificio, pago y bajo con Ares dormido en mis brazos. El viento frío me golpea la cara y me recuerda que aquí el invierno no perdona. Subo al pequeño apartamento con las pocas maletas que traje. No es grande, pero es nuestro.

Lo acuesto en su cuna portátil y comienzo a desempacar, doblando cuidadosamente su ropa diminuta. Mientras guardo los pañales en el estante, mis ojos se llenan de lágrimas. No de tristeza… sino de miedo y esperanza mezclados.

—Todo va a estar bien, ¿sí, mi amor? —susurro, acariciando su cabello suave—. Mami va a conseguir trabajo, vas a tener amigos, y esta ciudad va a querernos.

Él sonríe entre sueños, y ese gesto basta para convencerme de que puedo hacerlo.

Me preparo un café y saco mi cámara para fotografiar algunas cosas.
Soy fotógrafa de tiempo completo.
A veces trabajo en bodas, otras veces en sesiones para revistas o retratos familiares. Pero hoy solo quiero capturar la luz que entra por la ventana, ese gris suave que tiene Londres en la mañana… como si el cielo también estuviera tratando de empezar de nuevo, igual que yo.

Mientras tomo las fotos, miro a Ares dormido en su cuna, con su pequeño puño cerrado y el chupete medio caído. Le tomo una foto también. Es mi musa, mi razón, mi mejor obra de arte.

Pienso en cómo llegué aquí. En las noches que pasé planeando esta mudanza, vendiendo parte de mis equipos, ahorrando cada libra. Todo por darle un futuro diferente a él.
Y aunque a veces me aterra estar sola, cada vez que lo miro sé que tomé la decisión correcta.

El sonido de su tos me saca de mis pensamientos. Corro hacia él, lo tomo en brazos y siento su frente tibia. Mi corazón se encoge.
Tomo el celular, abro el mapa y busco hospitales cercanos.

Pido un taxi y le digo que me lleve al hospital.

Ares tose en mi pecho, su cuerpo se siente caliente, y trato de mantener la calma mientras acaricio su espalda. El taxi avanza lento entre las calles húmedas de Londres, y en el reflejo de la ventana veo mi propio rostro: ojeras, el cabello recogido a la carrera y los labios mordidos por la preocupación.

Cuando llegamos al hospital, corro hacia recepción.
—Mi bebé tiene fiebre y tos —digo casi sin respirar—, necesito que lo revisen, por favor.
La recepcionista sonríe con amabilidad británica y teclea en su computador.
—Claro, señorita. En un momento el doctor James Callahan la atenderá.

El nombre me suena elegante, como si escondiera algo cálido detrás.
Me siento en la sala con Ares en brazos, meciéndolo suavemente mientras observo los cuadros en la pared y las personas que entran y salen. El sonido de los pasos, las voces bajas, el olor a desinfectante… todo me resulta nuevo.

—Brenda Whitmore —llama una voz masculina desde la puerta.

Levanto la vista y lo veo.
El doctor Callahan tiene una bata blanca impecable, la mirada más tranquila que he visto en mi vida y una sonrisa que logra calmarme incluso antes de que diga una palabra.
—Soy el doctor James Callahan —dice acercándose con un tono amable—. Vamos a ver a este pequeño guerrero.

Su voz tiene ese acento británico suave que podría convertir una preocupación en una promesa.
Le entrego a Ares con cuidado y observo cómo lo revisa, con una delicadeza que no esperaba. James le habla como si el bebé pudiera entenderlo, y Ares, curiosamente, deja de llorar.

—Solo es una pequeña infección —dice después de un rato, mientras me mira a los ojos—. Nada grave, mamá. Un poco de descanso, líquidos, y este medicamento lo pondrá bien.

Sus ojos verdes se quedan un segundo más en los míos, y juro que el tiempo se detiene.
—Gracias, doctor —susurro.
—Llámame James —responde con una sonrisa tan sincera que hace que mi corazón se acelere por primera vez en mucho tiempo.

—¿Eres nueva aquí? Normalmente suelo acordarme de mis pacientes.

Le sonrío levemente. —Sí, llegamos hoy.

—Ah, eso explica por qué no te había visto antes —dice mientras se coloca el estetoscopio—. Bienvenida a Londres.

—¿Y vives muy lejos de acá? —pregunta mientras escribe algo en el historial de Ares.

—No, en realidad no —respondo—. Vivimos en el edificio The Riverstone.

Levanta la vista sorprendido. —¿De verdad? Yo vivo en ese mismo edificio. Qué coincidencia —dice con una sonrisa que le ilumina todo el rostro.

—Vaya, el mundo es pequeño —respondo, intentando sonar casual, aunque por dentro me invade una sensación extraña… una mezcla de curiosidad y nervios.

—Si quieres, puedes esperarme —dice mientras se quita los guantes—. Son mis últimas pacientes por hoy. Los llevo con mucho gusto.

Lo miro por un momento, dudando. Pero su tono es tan genuino que termino asintiendo.
—Bien… gracias, James.

—No hay de qué, Brenda —responde, pronunciando mi nombre como si ya lo hubiera dicho mil veces.

Ares comienza a llorar y yo empiezo a mecerlo para calmarlo. Le susurro al oído, le acaricio el cabello suavecito, pero parece que nada funciona. Está cansado, tiene sueño y seguramente el cambio de ciudad lo tiene tan confundido como a mí.

Después de unos diez minutos, James vuelve con unos papeles en la mano. —Te van a entregar los medicamentos en farmacia —me dice con esa voz tranquila que parece tener el poder de bajar el ritmo del mundo—. Espérame en la puerta del ascensor, ¿sí?




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