Dos veces hasta pronto

El reencuentro

L U K E

L U K E

Puede que haya nacido con una buena dosis de mal humor, lo admito.

Si fuera presidente por un día, probablemente mi primer decreto serían multar a las a quienes caminan a paso de tortuga cuando yo tengo prisa, eliminar los anuncios publicitarios que parecen extenderse más que la propia película, y despedir los profesores que eligen un lunes por la mañana para sorprender con un examen.

Borraría de la faz de la tierra los días fríos, prohibiría la política y, por supuesto, encerraría a mi hermana por acabarse la última caja de cereales.

Pero la realidad es que, si realmente tuviera el poder de ser presidente por un día, no haría nada de eso. Estaría más ocupado buscando a los mejores médicos del país para ponerlos a buscar una solución al peor de los males.

La enfermedad injerto contra huésped.

Aquella que se metió en el cuerpo de mi mejor amigo hace unos años y jamás quiso ser desalojada.

Porque entre Sam y yo, él es quien merece un deseo sobrenatural para acabar de una vez con toda esa pesadilla.

Estuvo conmigo cuando me quebré la clavícula y estuve todo el verano en cama sin poder salir a ningún lado.

Estuvo conmigo cuando mi hermana me contagió de piojos y ningún otro niño quería acercarse.

Estuvo conmigo cuando mamá me obligó a jugar con la hija de la nueva vecina y ella nos obligaba a vestirnos de príncipes todas las tardes.

Estuvo conmigo siempre...y puede que a futuro ya no esté.

Al pisar la alfombrilla de alambre, la puerta eléctrica se abre y me encuentro con varias enfermeras que se mueven rápidamente de un lado a otro. Me acerco a la recepcionista, le paso los datos rutinarios y sigo mi camino. Doblo en un pasillo que me lleva al ascensor, presiono el botón de la planta cinco y voy hacia la habitación 302.

—Ya era hora, pensé que hoy no venías —es lo primero que le oigo decir al entrar.

—Tampoco es que tuviera mejores planes que ver tu cara—contesto y me dejo caer en la silla junto a su cama.

Desde ahí, acostado, Sam me mira mientras uno de los únicos cinco canales que funcionan transmiten un partido de béisbol.

—Tus vacaciones apestan.

—Recuérdame quien está permanentemente encerrado en un hospital.

Me mira indignado. He ganado la diminuta riña de hoy porque no tiene nada que refutar y saca el partido de los Philadelphia Phillies para examinarme. En la búsqueda de algo.

—¿Has traído lo que te pedí?

Saco de mi bolsillo interno el videojuego solicitado. Nos ofrecemos entonces un intercambio, yo le dejo a su alcance la edición nueva y él saca de su reserva secreta —bien escondida debajo de la camilla— unas patatas fritas y doritos.

Esta ha sido nuestra rutina desde que inició el verano.

—¿Hay buenas noticias con los nuevos medicamentos? —pregunto, luego de dar por iniciado la partida de GTA.

—Nada fuera de lo normal. Solo que ahora voy al baño más veces que una anciana sin continencia.

— ¿Y nada nuevo con Firzzman? —hago memoria del último diagnóstico. Fue exactamente hace una semana, cuando dejamos a la mitad una partida del Call of duty al ver al doctor Frizzman entrar.

—Todavía nada —responde —. Pero dio a entender que es poco probable que el tratamiento haya salido mal. Así que quizá me dejen salir para el siguiente mes. Aunque luego deba volver para seguir haciéndome exámenes.

—Pues muy bien, creo que conozco de una convención de pañales a la que podrás ir cuando salgas.

Escucho el gruñido salir de su boca. Estoy seguro que estaría dispuesto a retar al más anciano de vejiga más descontrolada en una competencia, con tal de poder salir de esta clínica.

—De mientras, no te queda de otra que aguantar interminables filas para seguir trayéndome los últimos videojuegos. —me lanza una sonrisa irónica, consciente de que esa es su única conexión con la realidad exterior.

Tener recaídas es una mierda, pero mucho más cuando se interpone en tus planes y lo único que te queda es vivir a través de una realidad virtual. Es en la víspera de iniciar la universidad, cuando se supone que uno vive sus mejores propósitos. Nosotros teníamos uno en realidad, habíamos pactado un viaje de chicos por la carretera después de terminar el instituto, pero de eso ya hace un año.

Sam es el optimista por excelencia; siempre ha sido así, por su madre, por sus hermanas, por sus amigos y, sobre todo, por él mismo. Ve el vaso medio lleno incluso cuando solo hay una gota de agua en el fondo.

Y cuando éramos pequeños, entre Zoey, él y yo, siempre era la gota que hacía malabares para no caerse y evitar que el vaso realzara.

«Un día de estos voy a volverme famosa, me convertiré en una gran escritora. A todo el mundo le va a gustar mi novela y ustedes dos aparecerán en ella»

Ha pasado mucho tiempo desde que esa voz insistente dejó de atormentarme. Me prometí que ya no volvería a evocarla, y ahora es el peor momento para traicionar esa promesa.

—Oye... —me saca de mis pensamientos, justo cuando me doy cuenta de que acaba de derrotar a dos de mis mejores hombres.

—Estás mejorando con el mando. —me quejo.

«Yo no apareceré en ningún lado, y si lo haces te demandaré por derechos de autor. Niña tonta»

—Olvidé contarte algo.

«Claro que lo harás. Aparecerás y serás el malo de la historia, porque eres un amargado y un idiota»

—¿A mí? —giro hacia su costado, pero el ruido del televisor me obliga a volver la vista a la pantalla —¡Mierda me acabas de disparar!

—Mi madre se encontró a una visita en la ciudad el otro día, y...




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