flashback.
En medio de la algarabía, un Luke a dos semanas de empezar séptimo grado gritó:
—¡A la izquierda, a la izquierda! ¿Por qué quieres ir delante si ni siquiera puedes distinguir la izquierda de la derecha?
—¡Sí sé distinguirla, pero me da miedo mantener los ojos abiertos! —Reprendió Zoey, un poco más temerosa. Como ya había sucedido siete veces antes, no lograron llegar a la meta, pues a mitad de camino los dos terminaron con el trasero en el suelo y la patineta vacía.
—Pues tu hada de los dientes vendrá solo una vez y se los llevará todos juntos.
Se sacaron la mugre de los pantalones. Zoey no protestó, pero sus ojos marrones se hicieron más pequeños, como siempre que se molestaba con él.
—¿Están bien? —preguntó Sam, corriendo hacia ellos.
—Las cosas serían diferentes si alguien me dejara dirigir —respondió Luke.
—Eres muy mandón. Pero yo, que peso menos, tengo que ir a la cabeza —se defendió Zoey, terca.
—Es verdad—Sam le dio la razón —El hermano de Tayson es mucho más grande que Zoey; tenemos que aprovechar esa diferencia de peso para ser más ligeros y veloces. Es ciencia.
—Tendrás mucho tiempo para leer tus aburridos textos cuando nos quedemos un año entero sin salir al patio —Bramó Luke, pero no le iba mal en esa clase. Sabía que con Zoey delante llevan las de ganar.
Pero jamás iba a decírselo en voz alta. Se ponía pesada. Como si Zoey supiera que Luke estaba pensando en ella, cuestionó:
—¿Por qué le tienes tanto odio a ese niño Tayson? Lo conocí el otro día en las piscinas y es muy guapo.
—Tayson Phillips es el niño más terco, mandón y malvado de todo Pittsburgh —La respuesta de Luke fue inmediata y enérgica.
Una sonrisa burlona cruzó el rostro de la niña pecosa y rubia.
—Yo no creo eso. Conozco a uno mucho peor.
—¿Peor que Tayson?
—Tú.
Z O E Y
Cuando tenía doce años mis padres se separaron. Me fui a vivir con mi madre a Minnesota porque ella se quedó con la custodia y desde entonces, no volví a ver a mi padre. Hasta ahora.
Para mí yo de esa época, su decisión de separarse no le tomó por sorpresa; siempre consideré el matrimonio de mis padres como un contrato sostenido por las pinzas.
Eran temperamentos opuestos con solo verlos: mamá es centrada y correcta, papá descuidado y un alma libre. A mi madre le gusta salir de compras y leer revistas, con mi padre salía de campamento todos los veranos y me enseñaba a cocinar sin hornilla. Mamá se convirtió en una exitosa abogada y a mi padre siempre se le dieron mal las matemáticas, por eso decidió convertirse en profesor de literatura.
Y supongo que, con el paso de los años, me he transformado en una mezcla de ambos. Disfruto de la literatura como mi padre, y aspiro a ser tan exitosa como mi madre. Sin embargo, al igual que ella, soy prudente; detesto tomar desafíos a la ligera y evito los grandes cambios porque me aterra no poder adaptarme de nuevo. El hecho de tener que convivir con mi padre es uno de esos cambios que, sinceramente, hubiera preferido no enfrentar.
—Te voy a preparar el mejor platillo de tofu a la plancha que hayas probado —me advierte cuando llego de ver a Sam y lo encuentro en la cocina.
Olvidé mencionar que papá es vegetariano, mientras mi madre come carne al menos cuatro veces por semana.
—No tengo mucha hambre —me disculpo— pero puedes dejármelo para mañana. Sam me ofreció papas y frituras que tenía escondidas de los enfermeros bajo la cama.
—¿Estás segura?
Una mirada de desilusión cruza su rostro, aunque apenas puedo verla porque la oculta rápidamente. Sé que está haciendo un esfuerzo por hacerme sentir cómoda.
La culpa me envuelve un poco; quisiera ser una mejor hija, pero desde que se separaron, apenas he hablado con mi padre por teléfono en estos últimos años. La relación se siente visiblemente desgastada; diría que la conexión padre-hija está rota —él la rompió—. Aun así, sé que hay una pequeña parte de él que todavía insiste en intentar salvarla, en mejorar algo, en revivir viejos recuerdos. Sin embargo, es innegable que esos cambios tienen que ser mutuos.
Y yo soy de esas personas que siempre ha visto el vaso medio vacío, así que eso de tener esperanza nunca ha sido precisamente mi fuerte.
—Te prometo que si me da hambre a la noche probaré el tofu.
Y parece que eso es suficiente para mejorarle un poco el ánimo.
Me despido de él diciéndole que estoy cansada y subo las escaleras hasta llegar a mi cuarto.
Mamá es el tipo de persona que respeta cada horario, con papá, podía dormir hasta las doce del mediodía o acostarme tarde.
Cuando entro, mi habitación sigue igual que la última vez que la visité; las paredes conservan el mismo tono amarillo aniñado que me acompañó durante mi infancia, y las repisas están llenas de muñecas y peluches que me obsequiaron en distintos cumpleaños. Los libros de Harry Potter y Percy Jackson que dejé se mantienen empolvados en la misma estantería, esperando que los vuelva a tocar. La cama sigue rechinando bajo mi peso cuando me siento en ella otra vez.
Me quito la ropa que llevo puesta y me quedo en bragas delante de la maleta mientras busco mi pijama. Sé que debo terminar de desarmarla, pero todavía no me creo que esté acá. No sé cuánto tiempo voy a quedarme, todo depende de si me adapto al primer semestre en la universidad y de la salud de Sam. Aunque para la primera, todavía falten dos meses.
En cuanto a lo segundo, no tengo idea. Verlo en una cama después de tanto tiempo fue frustrante y me dio una sensación de terapia de choque. Hubiera querido haber mantenido más contacto con él para apoyarlo. Se lo merecía, pero yo soy una cobarde. Siempre he sido la que prefiere seguir huyendo antes que reparar sus errores y admitir que los ha arruinado.