Dos veces hasta pronto

Buen samaritano

flashback

—¿Por qué ya nadie viene a verme? —preguntó Sam con tristeza.

Habían iniciado 11avo año hacía dos meses, y a diferencia de décimo, a pesar de que seguían siendo los mismos compañeros y la misma maestra, nadie además de Luke y Zoey se pasaba por el hospital con frecuencia.

—Es que la señorita Albernati nos manda muchos deberes —le contestó Luke.

Era una mentira, pero Zoey lo respaldó. Compartían algo sin quererlo: estaban dispuestos a lo que fuera para que Sam siguiera siendo Sam. No podían tolerar que la parte fea del mundo lo devorase en su situación actual.

—Una pila enorme, casi roza el techo.

— Viene a verme dos veces a la semana para ponerme al día y sé muy bien que no manda deberes. —rebatió Samuel, ahora se sentía molesto con sus amigos.

Zoey y Luke intercambiaron una mirada. Ya no podían ocultarlo más.

—Tayson le ha dicho a todo el mundo que tu enfermedad es contagiosa —Luke Sintió tanta lastima de su mejor amigo que tuvo desviar la mirada cuando Zoey se hizo cargo de trasmitirle a Sam la verdad.

Samuel se tardó unos instantes en contestar y, cuando lo hizo, se le quebró la voz de tanta tristeza.

—¿Por qué diría algo así? Ante todo, todos somos amigos en el colegio.

De verdad pensaba eso. De verdad Samuel pensaba que todos los niños de su edad carecían de maldad como él. Pero Luke tenía creencias muy diferentes.

—Porque es un imbécil. ¡Y no puedo creer que siempre se entere de todo porque su papá es parte de la guardia médica! —Se las hizo saber con mucha rabia.

Estaba molesto porque sabía lo que pasaba, la persona más positiva que él conocía, comenzaba a flaquear y a dejar que el miedo y las dudas se materializaran en su cabeza.

—Estamos pensando en algo para devolverle la jugarreta. —Zoey también se sentía molesta.

Sucedía poco, pero en ocasiones se encontraban el uno al otro más allá de opuestos, de puzles formados por distintas piezas. A veces compartían mismos pensamientos y miedos. A veces lo similar le ganaba a lo distinto.

—Ya me da igual lo que digan los otros. —los sorprendió Samuel. Tenía la nariz colorada e hinchada, pero igual dijo: —¿Sabes por qué? Porque al menos los tengo a ustedes. ¿Quién necesita a otros niños si solo pueden enchufar tres joysticks a la tele?

L U K E

Si hay algo que aprendí en mi corta vida es que la gente es estúpida.

Es una característica inherente al ser humano. No me excluyo; a menos que mis padres me hayan robado de un platillo volador, sigo siendo humano. Pero, al igual que pasa con los defectos, las cualidades y la belleza, hay algunos que gozan de estas cualidades más que otros.

Por ejemplo, el chico que se cruce en mi camino montando una patineta, cargando tres cajas que obstruyen su vista, con un perro atado a la correa, y que intenta cruzar una avenida principal como si fuera inmortal. O yo, que me arriesgo a ser atropellada al empujarlo para evitar que un auto lo arrolle en el último momento.

Dejaré que la percepción personal juzgue quién de los dos es más estúpido.

—¡Imbéciles! —Nos gritan desde el coche rojo que ha frenado apenas a centímetros de nosotros.

—¡Que te jodan! —le respondo, una vez a salvo en la otra acera.

—Lo siento, de verdad no vi el coche —se disculpa el chico, que no debe tener más de quince años.

—¿Eres tonto? ¿No te das cuenta de que podían haberlos atropellado a los dos? —apunto al ovejero alemán que, con la lengua afuera, parece estar disfrutando del paseo.

El crío extienda la mano levantando su gorra, sin preocupación.

—¡Relájate! El viejo Pickles es invencible. El perro mueve la cola alegremente, como si también fuera igual de tonto que su dueño. —Pero gracias, te debo la vida.

—Deberías tener más cuidado la próxima vez.

—Andaba con prisas.

—De todas formas, esas cajas no deberían valer más que tu vida.

¿Qué me pasó? ¿Desde cuándo tengo instinto de salvador de niños? Supongo que eso se debe a que ser atropellado por un coche suena mucho mejor que cruzarte de frente con el peor de tus males, o bueno, el segundo, porque el primero va de copiloto conmigo en una furgoneta.

—No son mías —dice, como si eso importara. —Es parte de mi trabajo. ¿Cajas de mudanza? ¿Entradas para un bar? ¿Cervezas frías para una fiesta? Yo puedo conseguirlo. Soy bueno con los favores, y ahora estoy en deuda contigo.

Rechazo la idea de que un crío me consiga cervezas.

—Olvida la deuda. Ya gasté mi único acto de caridad por hoy. Hasta luego.

—¿No quieres al menos mi número? —cuestiona mientras doy un par de pasos.

—Mira niño. —arrugo el ceño —Yo no sé qué pintas piensas que tengo, pero tú eres ilegal y yo no soy...

—Solamente un número de contacto por si necesitas un favor —me interrumpe, y se nota su determinación—. Te lo debo. En serio. Soy Eliott Maloy, a tu servicio.

—No soy de esta ciudad. Solo estoy de paso.

—¿Subestimas mi negocio? Yo su útil en todos los sitios.

Y como insiste y yo ya viví la adolescencia lo suficiente como para tener que soportarla un minuto más alrededor de uno, acepto que escriba su número de teléfono. Me hace prometer que llamaré si necesito su ayuda. Nos despedimos y lo observo marchar, —a pesar de las tres cajas que obstaculizan su vista. —Si no logra evitar ser atropellado por otro auto, no me sentiré responsable en lo absoluto.

Continuo mi camino hacia el zoológico municipal de Saint Louis. No puedo evitarlo: no me agrada esta ciudad. Es ruidosa, aburrida, y todas las personas que se me cruzan parecen estar vestidas con el aire de "cerebritos ricachones". En mi mente, me quejo una vez más de que Zoey haya decidido traernos aquí. La ciudad, además, me recuerda a ella; no a Zoey, sino a Cassidy, por supuesto. Las tiendas llenas de faldas Chanel, el aroma a tintura en cada peluquería, los grupos de amigas ruidosas y parlanchinas... Definitivamente, esta ciudad parece haber sido diseñada para ella.




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