Dos veces hasta pronto

Felicidad infinita

Z O E Y

Nunca tuve una relación cercana con la muerte. Los padres de mi padre fallecieron mucho antes de que yo naciera, y mi madre nunca mantuvo un vínculo estrecho con los suyos. Cuando ellos murieron, yo era adolescente, pero solo los había visto dos o tres veces en mi vida y estábamos muy lejos. Tampoco tuve mascotas, ni siquiera un pez al que tirar por el retrete tras un discurso triste sobre su fallecimiento, ni ningún animal de compañía por el que realmente sintiera la pérdida. Mi relación con la muerte ha sido nula desde que tengo memoria. La siempre sentí ajena y, con el tiempo, dejé de prestarle atención.

Sin embargo, ahora, Sam es la primera pérdida que enfrento y siento que no tengo las herramientas suficientes para sobrellevarlo. Duele demasiado; la angustia y tristeza que me embargan son algo totalmente nuevo para mí. No reconozco la palidez de mi rostro ni la profundidad de mis ojeras. No sé muy bien qué decir ni cómo reaccionar ante el pésame de mis padres y sus palabras de lamento.

Parte de mí todavía no quiere aceptarlo. Pienso que, si tomo el teléfono, del otro lado de la línea Sam contestará, me dirá que está mirando películas en el sótano, que sus hermanas saltaron sobre él apenas puso un pie en la puerta, ansiosas por recibir todos los obsequios que cuidadosamente eligió durante el viaje. Que ya extraña la arena de Santa Mónica, las auroras de Nebraska y que está deseando volver a la carretera para terminar con el destino pendiente que dejamos en Nevada.

Memorizo el verde de sus ojos, los reflejos dorados en su cabello cuando éramos niños, y que con los años y la quimioterapia fueron perdiéndose. Prefiero evitar pensar en cómo lucía Sam durante sus últimos meses; no deseo que su cabello rapado, sus pómulos frágiles o sus hombros huesudos sean lo último que mi memoria guarde de él. Sé que tampoco lo hubiera querido así. Prefiero aferrarme al recuerdo de su piel de tono durazno de cuando éramos pequeños, a la mirada llena de vida que siempre proyectaba cuando nos reuníamos en verano. A su risa contagiosa, a los huecos en su sonrisa, a ese espíritu aventurero que siempre fue parte de él.

La noticia del fallecimiento de Sam se extiende como pólvora antes del servicio funerario y hago oídos sordos a quienes dicen que tiró la toalla tras tanto cansancio. Me resulta inhumano usar esa expresión para alguien que luchó más de seis años contra la EICH. Más que nada porque ninguno de ellos estuvo presente en su último mes; ninguno lo vio con una sonrisa en el rostro todos los días, demostrando al mundo que, a pesar de todo, seguía siendo fuerte, valiente y lleno de esperanza.

Hemos salido de la casa y caminamos apenas unos pasos hasta la casa O'Conell. Su madre nos deja entrar tras un fuerte y sentido abrazo de pésame. Tiene los ojos cansados y ha perdido toda la vida en su mirada. Verla así es doloroso, pero su reflejo es como verme a mí misma y a todos los que conocieron a Sam en vida. Es inevitable que la partida pegue fuerte a cualquiera que le haya conocido, porque así era Sam: alguien que podía volverse querible en los pocos minutos de conocerle. Deseo con todas mis fuerzas que ella encuentre un consuelo; es una mujer fuerte, que lo ha resistido todo. Su abrazo se siente como un refugio en medio de una amarga tormenta. Solo deseo que, en medio de tanta pérdida, pueda encontrar algo de paz para seguir adelante.

Nos dice que sabe a lo que hemos venido, que antes del viaje, Sam tenía un par de cosas previstas por si las cosas salían mal. Salimos al patio trasero y levanto la vista hacia el brillante cielo azul, algunas nubes blancas navegan en las alturas. Las veo aparecer y desaparecer, y me pregunto cuánto demora el alma de una persona en subir hasta ellas. Cómo será mirarnos desde allá arriba y si tendrán un telescopio que les permita observarnos más de cerca. Respiro el aire fresco que silba entre las ramas pardas y nuestros pies nos llevan hasta ese árbol, el que Sam dejó marcado con letras y puño: S, L, Z y S 2013. No me sorprende que lo haya hecho; la mitad de mis recuerdos de verano tienen como escenario y protagonistas ese árbol. Incluso debajo de sus ramas di mi primer beso. Los recuerdos arden, se sienten como el golpe de una ventisca fuerte. Busco esconder las lágrimas porque no quiero seguir llorando, sé que a Sam no le gustaría vernos así.

Pero es imposible.

—¿Estás bien? —me pregunta Luke, despego mi vida del roble tallado, y sus ojos están tan apagados y vacíos, que si se despegaran de su cara sería incapaz de reconocerlos.

Debe de habérselo hecho creer a si mismo durante las últimas horas. Habrá luchado sin descanso por tratar de no obsesionarse con todas las preguntas que Sam dejó sin respuesta. Por la esperanza que dejó a su paso.

Sostengo la respiración, pero una lágrima solitaria escapa por el rabillo de mis ojos y, por instinto, levanto la mano para quitármela de la mejilla.

—Creo que sí —respondo, pero una lágrima solitaria escapa por el rabillo de mis ojos y, por instinto, levanto la mano para quitármela de la mejilla. No tengo que fingir con él, no hay necesidad de hacernos los fuertes cuando el dolor es inminente—. No, no lo estoy. No en absoluto.

—Yo tampoco —susurra con voz ronca y los rígidos ángulos de sus cejas se suavizan.

El árbol donde construimos nuestro fuerte de madera es un roble robusto de unos cinco metros. Tiene unas escaleras hechas a mano y una hamaca de goma, hecha con una llanta de auto. De pequeños, nos divertíamos mucho en este espacio; a veces era un fuerte militar, otras un castillo de princesa, o una casa encantada. Ahora, solo quedan recuerdos que llevaré pegados al corazón. Las lágrimas brotan de inmediato cuando, con asombro, noto que en una parte de la escalera todavía se mantiene un trazo tallado por Sam.

—Ha pasado mucho tiempo y todavía parece que fue tallado ayer. —murmuro.

Trago saliva para disolver el nudo en mi garganta y coloco un beso en mis dedos, después los aprieto contra las letras. Se sienten cálidas bajo mi mano, porque el sol siempre calienta la arboleda.




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