Dueña de su corazón

Capítulo 1

Nueva York, finales de noviembre de 2012.

El hospital estaba revolucionado. Las enfermeras —y también las pacientes—, trataban de mirar a hurtadillas, y otras no tan a hurtadillas, al paciente que acababa de ingresar al área de urgencias. Corría el rumor de que era uno de los famosos consentidos del mundo del espectáculo. Todas —y algún que otro todo—, querían confirmar si el rumor era cierto, pero nadie aportaba prueba alguna sobre el asunto.

En la zona de residentes el revuelo no era menor. Pero allí, una de las residentes destinada al área de urgencias, traía información de primera mano.

—¿¡Adam Crow!? —El chillido de incredulidad de una de las jóvenes debió oírse hasta el ala de oncología, y eso que estaba ubicada en el otro extremo del hospital.

—¿El famosísimo actor de Broadway? ¿Ese Adam Crow? —preguntó otra con el mismo nivel de excitación que la primera.

—¡Qué sí! ¡Por dios, qué incrédulas son! —La momentánea reportera se indignó ante el escepticismo de sus compañeras.

Unos lockers más adelante, Alice elevó los ojos al cielo. A sus veintiséis años —casi veintisiete—, tenía sus prioridades bien definidas y el chismorreo no era parte de estas.

¿Qué le importaba a ella que el tal Crow estuviera en el hospital?

Lo único que le interesaba era conseguir aprobar el examen de su especialidad en Pediatría, aunque para este faltaran un par de años todavía. Desde que —gracias a la fundación que solventaba económicamente el orfanato donde creció—, consiguió la beca para cursar sus estudios de medicina, se prometió que su carrera sería siempre su prioridad. Y no había fallado en esto ni una sola vez. Era estudiosa, dedicada y constante en todo lo que se proponía.

Cerró sus oídos a la conversación de sus compañeras y se concentró en cambiar su uniforme por la ropa de calle.

Su turno, que acababa de terminar, la dejaba molida. Apenas tenía tiempo de descansar unos minutos antes de sacar sus libros para repasar sobre algún caso que tuvieran en el hospital, pero bien valía pena; no quería hacer el ridículo en alguna visita. Por fortuna, esa semana le tocaba entrar al turno de la tarde, el «menos pesado» y solo porque no debía madrugar para estar a tiempo.

Terminó de guardar sus cosas en la «barneybolsa» —como su amiga Patricia le decía al bolso debido al tamaño de este—, cerró con llave su casillero y se echó la mochila al hombro. Mientras caminaba hacia la puerta se despidió de sus compañeras con un gesto de la mano, por sus expresiones comprendió que la conversación sobre el actor no había terminado.

Al día siguiente, después de cumplir con sus obligaciones de ama de casa soltera, se preparó para irse al hospital. El día pintaba tranquilo, pero era algo que nunca debía decir en voz alta, era una regla no escrita que aprendió a los pocos días de llegar al hospital. En aquella ocasión, la frase apenas había escapado de sus labios cuando las complicaciones sobre ellos igual que una tormenta no anunciada: de golpe y con fuerza.

Salió del escueto apartamento que compartía con dos chicas más, residentes de medicina como ella. Rara vez sus horarios coincidían, por lo que la mayor parte del tiempo tenía la sensación de que vivía sola —salvo por las huellas que estas dejaban por la casa cuando andaban por allí. Caminó por la acera en dirección a la parada de autobús ubicada a tres calles del edifico en que vivía, su mente divagaba en los pendientes que tenía ese día en el pabellón infantil.

Los niños, pese a lo que podía creer la mayoría de la gente, eran los mejores pacientes, al menos para ella. En ocasiones, la inocencia con que aceptaban las fantasiosas historias que les contaba durante sus revisiones, la hacían sentir una timadora. Sobre todo, cuando los encandilaba para que tomaran sus medicamentos diciéndoles que estos eran igual que las «semillas del ermitaño» que tomaban Goku y sus amigos en Dragon Ball. Y que si querían recuperarse pronto y ser tan fuertes como ellos debían tomarlos sin chistar.

«Todo es para un bien mayor», se dijo en silencio, como tantas otras veces en que su conciencia la molestaba.

A lo lejos divisó el autobús, este estaba por llegar a su parada y tuvo que apretar el paso hasta el punto de casi correr. Por fortuna para ella, alguien más iba a tomarlo también y le dio tiempo a encaramarse al armatoste. Este la acercaba a la estación del metro donde tomaba la línea que la dejaba a una calle del hospital. Una hora diaria de recorrido en la que, por lo general, aprovechaba para ver material infantil y no precisamente pediátrico.

Hoy le tocaba ver un capítulo, o dos, de la Princesa Sofía. La pequeña Danaé, a quien hoy debían realizarle unas pruebas para revisar sus niveles de glucosa, amaba esa caricatura que apenas tenía unos días en emisión.

En su trayectoria como residente del pabellón pediátrico, Alice había visto cuanta película infantil, animada y no animada, que se ha emitido. Eran un excelente tema de conversación mientras auscultaba y medicaba a sus pequeños.

De un tiempo para acá, los niños no habían parado de hablar de El Rey León, el musical de Broadway. Durante una de las visitas, el primo de uno de ellos llegó emocionadísimo diciendo que había visto a Simba. Presumió con pelos y señales cómo Simba derrotó a su tío Scar y les mostró un video —de bastante mala calidad que la madre hizo con el móvil—, de uno de los temas del musical.



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En el texto hay: amor drama humor, actor celos

Editado: 27.12.2021

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