Dueña de su corazón

Capítulo 2

Nueva York, cinco años antes.

En el pasillo, camino al puesto de enfermeras, Alice recordó la sonrisa de James al decirle al paciente nuevo que debía ganarse el derecho a ser besado por ella. Si no lo conociera mejor, diría que el niño disfrutó con esa pequeña venganza. Se apresuró a iniciar su turno y, mientras caminaba, una sonrisa se perfiló en sus labios. En unos instantes sabría quién era el «león» de los hermosos ojos color zafiro.

Pues no, no lo supo. La identidad del paciente se mantenía en el más absoluto secretismo. En su ficha de seguimiento diario solo se leía: A.C.; estaba allí por un accidente de tráfico, o al menos eso es lo que figuraba en su historia clínica. Tenía algunos golpes en las costillas, uno en la cabeza y otras contusiones menores.

El principal problema para su movilidad era la pierna izquierda, la tenía escayolada a causa de una fractura de tobillo que por fortuna no necesitó cirugía. Cuando le quitaran el yeso, que abarcaba desde el pie hasta media pantorrilla, podría caminar con normalidad. En realidad, no estaba tan mal, clínicamente hablando, pero por alguna razón decidió permanecer hospitalizado en lugar de ir a su casa. Cosa rara, la verdad. Y eso la mosqueaba un poco. Por regla universal, todos, absolutamente todos los enfermos —y los no enfermos—, querían salir pitando del hospital.

¿Por qué él iba a ser diferente?

Cuando le tocó llevarle los medicamentos por primera vez al día siguiente, casi se desmayó de la impresión. Era el hombre más hermoso que sus necesitados ojos habían visto jamás. Ya sabía que sus ojos color zafiro eran impresionantes, pero ver sus varoniles facciones, sin el obstáculo de la venda, la sacudió. Pasó todo el día preguntándose de dónde lo conocía, hasta que cayó en cuenta de que le recordaba un poco a ese actor que sería el nuevo Superman. Ese mismo día, cuando fue a despedirse de James tras una guardia de casi veinticuatro horas, los encontró a ambos viendo una película de acción en una tableta que supuso era del paciente mayor. Al ser consciente de su presencia, A.C. había despegado la mirada de la película y dirigido su atención a ella. Todo pensamiento huyó de su mente cuando él estiró los labios en una sonrisa.

—¿Gusta unirse a nosotros? —le preguntó, pero ella solo pudo quedarse allí de pie, observando esa hermosa sonrisa que fue un golpe directo a su plexo solar. En ese momento no lo supo, pero, desde ese instante, ese hombre sería el sol de su vida.

Un sol al que casi una semana después de su primer encuentro estaba deseando tirar por la ventana. Era el peor paciente que había tenido la desdicha de atender, renegaba por todo, no tomaba sus medicamentos a su hora y no atendía a las recomendaciones de permanecer con la pierna en reposo. En el momento que ella se apersonaba en la habitación, le lanzaba comentarios burlones y, siempre, siempre, pedía su beso de despedida. Beso que no recibía, por supuesto.

Su paciencia, igual que el nivel de un río en temporada de lluvias, estaba llegando a su estado más crítico. La tormenta que la desbordó ocurrió cuando el paciente ya tenía tres semanas en el pabellón infantil.

Ese día acababa de dejar el turno de noche y empezaba el de la mañana. En teoría no tendría que tocarle, pero se lo había cambiado a una de sus compañeras que, suplicante, le pidió el enorme favor. Porque era un monstruoso favor el que estaba haciendo. Salir de un turno y entrar en otro sin descansar era extenuante. Esa colega suya iba a estar en deuda con ella todo el año.

«¿El año? ¡Toda la residencia!», resopló en sus adentros.

Después de asearse y cambiarse de uniforme en la sala destinada para ese fin, pasó al control de enfermeras por la tabla de sus pacientes. Primero vería a la pequeña Danaé. Hoy le daban el alta y, como regalo de despedida, le compró un mini álbum de su princesa favorita. Palpó el pequeño libro en el bolsillo de su bata y sonrió al imaginar el radiante rostro de la nena cuando se lo entregara.

A media mañana pasó a la cafetería a comprar algo que darle a su estómago. A esas horas, sus tripas ya eran una jauría hambrienta dispuesta a despedazar lo que le cayera. Se zampó el tentempié —un sándwich de queso—, mientras caminaba hacia la habitación de James, Dafne y Felicity. Al llegar frente a la puerta marcada con el número nueve se tomó un momento para respirar profundo y suplicar paciencia.

—Seres vivos de la tierra, denme su energía… —decía en susurros la frase que Goku recitaba para crear una genkidama cuando la puerta de la habitación se abrió de repente.

Frente a ella, con la pierna escayolada en el aire, estaba androide A.C.; ah, ¿no les había dicho? El apócrifo león ahora era miembro honorario del Club Z. Un robot humanoide que después de ser derrotado por James, en una lucha cuerpo a cuerpo en la mini consola, fue admitido como afiliado honorífico del club que era presidido por su, hasta entonces único integrante, James.

«¡Válgame el cielo! ¡Un club! ¡Y no aceptaban mujeres! ¿Es que estamos en el kindergarten?», había pensado cuando Dafne y Felicity se quejaron de haber sido excluidas.

—Dulce Milk. —Le hizo una burlona reverencia, invitándola a pasar.

«¡En mala hora se me ocurrió imitar a la esposa de Goku!», se recriminó en sus adentros.

—Mi nombre es Alice, señor —lo reprendió; y si el tono seco no fue suficiente, esperaba que su ceño fruncido sí.



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En el texto hay: amor drama humor, actor celos

Editado: 27.12.2021

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