Nueva York, cinco años atrás.
Vacía. La cuarta cama en la habitación volvía a estar vacía.
«¿A dónde se había ido el remedo de Simba?», se preguntó intrigada.
Después de terminar el doble turno el día anterior, se fue directo a su casa, no quería nada más que tirarse sobre su cama y no levantarse hasta año nuevo. Traía horas y horas de cansancio físico encima —sin contar el agotamiento mental—, y si le sumábamos el estrés emocional que le causó el episodio con el paciente sin nombre, llegó hecha casi una piltrafa.
Durmió horas, muchas horas. Horas que la revitalizaron y le hicieron comenzar su turno de noche, al día siguiente, con ánimos. Ánimos que, inexplicablemente, se esfumaron al confirmar que el paciente A.C. abandonó el hospital durante el turno de la mañana.
Los días siguientes a la partida de A.C. sucedieron sin sobresaltos. Eso hasta que, casi un mes después, hubo un hecho que conmocionó a Alice.
—James está ingresado en terapia intensiva. —Había escuchado decir a la jefa de residentes.
Las piernas le flaquearon, el corazón se le aceleró y todo el cuerpo comenzó a humedecérsele con un sudor frío.
«No, James no, por favor. James no», se repetía en su corazón mientras corría hacia el área donde se encontraba el pequeño luchando por su vida.
James era un niño huérfano de una de las tantas casas hogar que existían en la ciudad. Sin ningún familiar que lo alentara. Sin nadie que lo abrazara cuando los dolores se tornaban insoportables. Sin nadie que le llorara cuando ya no estuviera. Solo. Igual que ella.
«Me tiene a mí. Yo seré su familia», había pensado Alice cuando supo por qué nunca veía a nadie junto a su cama.
Desde ese día, hacía cinco meses, lo adoptó en su corazón. Aun así, no podía permanecer con él como quisiera. Aunque su condición de residente le facilitaba visitarlo durante los turnos en varias ocasiones, no podía quedarse junto a su cama por las noches, ni acompañarlo en todas las hemodiálisis.
Con la respiración agitada se detuvo frente al puesto de enfermeras de la Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica - UTIP, como rezaba la placa en la puerta que la separaba de las demás áreas del hospital. Se aclaró la garganta antes de pedir a la mujer tras el mostrador el expediente de James. Con manos temblorosas lo tomó, leyendo con ansiedad la última anotación. El alivio que sintió al leer la palabra «estable», casi le provocó un desvanecimiento. Según los datos de la ficha clínica presentó arritmia y una subida importante de la tensión arterial durante la hemodiálisis y casi entró en paro.
—En observación —musitó al tiempo que devolvía la ficha a la enfermera.
Ese turno lo pasó sin ver. Revisó a sus pacientes y cumplió con sus obligaciones, no obstante, su mente volvía a James. Por la tarde, antes de irse, pasó a la UTIP.
Le dolió verlo a través del cristal, pálido y quieto, respirando por la mascarilla. Le dolió recordar sus ojos vivaces y su ánimo festivo.
Apenas el día anterior estuvo armando un rompecabezas de El rey león que A.C. le envió junto con una máscara de Simba. A Dafne y Felicity les envió una de Nala y Sarabi, un par para cada una. Esos regalos le habían tocado el corazón. No obstante, fueron el par de entradas al musical, para James y las niñas, las que la suavizaron. Enterarse del gesto del insufrible paciente la conmovió, haciendo que su inquina contra él disminuyera un tanto. Sobre todo, al ver lo emocionado que estaba James con su máscara cantando Hakuna matata con las pequeñas.
Mientras vigilaba la suave respiración de James, decidió que esa noche iría a Broadway y traería una grabación del musical completo —a como diera lugar—, y, de ser posible, un autógrafo de Simba. Cuando su pequeño saliera de la UTIP, le daría la sorpresa, la cual estaba segura de que lo animaría y ayudaría en su recuperación; sabía muy bien que era importante mantener un elevado estado emocional en los pacientes para lograrlo. Se prometió que apenas James pudiera salir del hospital, lo llevaría al teatro a hacer efectiva la entrada que A.C. le regaló.
Ese viernes por la noche no pudo ir al musical. En su planeación no contaba con que los boletos estaban agotados. Las funciones llenas hasta para dentro de dos meses. Y, mientras veía el mapa de selección de lugares, de una función para dentro de nueve semanas, los asientos continuaban desapareciendo.
Frustrada cerró la ventana del navegador. Nueve semanas era mucho tiempo. Desganada apagó la PC, se levantó de la silla y se tumbó en su cama. Tirada sobre esta, simulando ser una estrella de mar, posó la mirada en el techo; sus pensamientos puestos en encontrar la manera de asistir a una función ese fin de semana.
La respuesta le llegó de golpe.
—¡Revendedores! —Casi gritó al tiempo que se sentaba en la cama—. ¡Claro! Como no lo pensé antes, seguro que con ellos puedo conseguir una entrada, por lo menos para mañana. —Mientras hablaba para sí, se levantó de la cama, tomó su bolsa, que descansaba sobre el escritorio junto a la PC, salió de la habitación y se dirigió a la puerta. Antes de salir del departamento tomó un abrigo del perchero, la tarde estaba cayendo y con ella la temperatura.
Luego de tres horas regresó al departamento, decaída y con las manos vacías.