Nueva York, actualidad.
Sentada en el alféizar de la ventana, Alice continuaba sumida en sus recuerdos. Su mirada perdida en los rascacielos iluminados artificialmente; el sol hacía rato que alumbraba en otro cielo.
Un par de horas antes se levantó de la cama, sin ningún deseo de hacerlo. Se sentía exhausta, sin la fuerza necesaria para hacer frente a sus circunstancias actuales. Sin embargo, su enérgica amiga Paty no le permitió regodearse en el dolor y la obligó a pararse de esa cama donde pasó parte de la tarde; ahora, recién bañada y con el estómago lleno, se sentía un poco más como ella. La ducha le sentó bien, la ayudó a despejar la mente. Apenas se vistió se puso en movimiento, o más bien puso en movimiento a Jason.
El guardaespaldas se encontraba volando en un jet privado a la Ciudad de México. Desde allí volaría en otro avión hasta Puerto Escondido, ciudad ubicada en la costa del Pacífico mexicano en la que Adam llevaba casi dos semanas. Ese día no tenía rodaje e iba a quedarse en el hotel para descansar un poco de las maratónicas sesiones de filmación en Playa Escondida, un pueblito a poco más de una hora de Puerto Escondido.
El único motivo por el que Alice no iba en ese jet le estaba tirando pataditas en ese momento. Acarició su barriga con una mano, sonriendo ante la llamada de atención de la vida que crecía en su interior.
—Jason va a encontrar a papá y lo traerá con nosotros, Insecto —susurró sin dejar de acariciar a su bebé por encima de la tela de su holgada blusa.
Miró el teléfono móvil, que seguía sin timbrar. Estuvo tentada de tomarlo, pero no quería ver el reloj, los minutos avanzaban lentos y ella tenía prisa. Prisa porque Jason llegara a Puerto Escondido, porque encontrara a Adam y lo trajera de vuelta a ella. Prisa por recibir la llamada que le devolviera la alegría. Esa alegría que no la había abandonado desde que vio por primera vez —no literalmente—, al que hoy era su esposo. Recordó aquel lejano día en que se permitió ver más allá de su fachada.
Nueva York, casi cinco años atrás.
Mientras caminaba hacia la habitación de James, quien ya se encontraba allí recuperándose, tuvo una sensación de déjà vu. El ambiente festivo y lleno de susurros debió prepararla para lo que encontraría en la habitación, pero no lo hizo.
Al abrir la puerta, lo primero que vio fue a Adam —con su «penacho» de Simba puesto—, cantando Hakuna matata junto a otros dos individuos que, caracterizados de Timón y Pumba, le hacían coro.
Asombrada se detuvo en el umbral, inspeccionó el cuarto con la mirada, deteniéndose en las caras extasiadas de James y Felicity. Junto a ellos había dos niños más y otros veinte arremolinados en las tres camas restantes; todos exhibían emocionadas sonrisas que constataban lo mucho que disfrutaban de la mini función.
De espaldas a ella, enfrascados en su representación, los actores no repararon en su presencia. Alice se mantuvo en silencio, observándolos embelesada, deleitándose con la voz grave y vibrante del protagonista. Percibió con toda claridad la fuerza que emanaba de su personaje, de los músculos que con cada movimiento se tensaban bajo su piel. Si bien no vestían las prendas que usaban en la obra —lo cual era casi nada—, sus ropas coloridas eran muy parecidas a las que visten en algunas tribus de África, con la salvedad de que los tres actores tenían el torso desnudo.
La noche de la función, semana y media atrás, no pudo verlo con tanto detalle y hoy lo estaba viendo en high definition. Se le calentaron las mejillas al darse cuenta de las burradas que estaba pensando.
Al finalizar la canción, el infantil público explotó en risas, aplausos y gritos emocionados. La emoción de los pequeños le llegó hondo, provocando que se le humedecieran los ojos. Sus «insectos» gritaban todos a la vez, tratando de llamar la atención de sus personajes. Felicity, la más extrovertida, pedía a gritos otra canción; logrando que los demás niños la apoyaran en el acto.
—Uno por uno, uno por uno. —Adam movía las manos, pidiendo calma con ellas, pero él mismo casi gritaba para sobresalir entre el bullicio de su candoroso público.
—¡Nala y Simba! ¡Nala y Simba!
—Ya les dije que Nala no vino, no hay quien haga de Nala conmigo. —Escuchó la voz agotada de Adam.
Imaginó el montón de veces que les habría dado ya la misma explicación y sonrió, compadeciéndose de él.
—¡Ali! ¡Ali! ¡Ven, Ali! ¡Ven con nosotros! —La joven pelirroja se sobresaltó al ser descubierta por los niños de esa forma tan abrupta. Nerviosa se encaminó hacia una de las camas, la de James.
—Doctora Alice. —Se detuvo junto a A.C., sorprendida de que se dirigiera a ella en ese tono y palabras tan formales.
—Señor Crow. —Lo miró a los ojos, preguntándose cuándo averiguó que era doctora y no enfermera como él siempre supuso.
—Espero que no le moleste esta invasión —dijo Adam pasados unos segundos, con un gesto de la mano señaló a sus compañeros—; le presento a Mark García, nuestro Pumba y Charles “Timón” Higgins. —Conforme se los presentaba, ella fue extendiendo la mano para saludarlos.
A sus espaldas, los niños continuaban con la algarabía. Escuchaba retazos de sus «cantidos» y conversaciones. Nerviosa con la presencia de A.C., no lograba concentrarse en la plática que sostenía con los tres actores. Plática que no tenía ni idea de qué trataba.