Escuchar la voz de su amado A.C. rompió la muralla que colocó en sus emociones, haciéndola caer en un llanto tan profundo que sintió que no pararía nunca. Quiso hablar, dejar de llorar y decirle lo feliz que se sentía de escucharlo, pero no pudo.
Así la encontró Patricia cuando entró a la habitación. Asustada había corrido hacia ella, imaginándose lo peor al verla con el móvil en el oído. Trató de quitárselo, pero Alice se resistió, aferrándose al aparato. Cuando por fin lo soltó la llamada ya no estaba.
En la cama del hospital, Adam luchaba con las ganas de sorrajar el fósil que su guardaespaldas le prestó. El vejestorio perdió la señal casi enseguida, le cortó la llamada antes de que lograra tranquilizar a su esposa. Escucharla llorar hizo que una horrible opresión se asentara en su pecho, aumentando la impotencia que, desde hacía varias horas, lo venía aquejando.
«Por lo menos Patricia está con ella», se consoló en silencio, agradecido de que su amiga estuviese acompañándola.
—Te has ganado un pase a la próxima premier, «cuatro ojos» —murmuró, llamando la atención de Jake.
—¿Decía?
—No, nada. Estaba pensando en voz alta —contestó distraído, a su mente llegó el momento en que conoció a la «enfermera cuatro ojos», como le decía en sus adentros por aquella época.
Tenía un mes visitando todos los lunes y miércoles el área infantil del hospital. Mes en el que insistió, vez tras vez, para que Alice aceptara una cena con él. Mismas que fue rechazado, una y otra ocasión, haciendo que su ego, casi moribundo, engendrara ideas nada legales. Sin embargo, un secuestro no era la mejor manera de enamorar a una chica.
«El síndrome de Estocolmo está sobrevalorado», pensó en cuanto la idea pasó por su mente, descartándola enseguida.
Ese miércoles llegó, igual que los otros días, directo a la habitación de James. Felicity había sido dada de alta dos semanas atrás así que el líder de la pandilla se quedó solo en tanto no asignaran otro niño a la habitación. Pensar en lo que James podría estar sintiendo le apretó el corazón; el pequeño estaba en espera de un donante de riñón y sus posibilidades de sobrevivir disminuían con cada día que transcurría sin que el trasplante se realizara.
Y Adam sabía con toda certeza que, si la fatalidad llegaba, Alice sufriría. Y mucho. Gracias a sus visitas regulares se había dado cuenta de que ella amaba al niño como solo una madre podría hacerlo. Era por eso por lo que estaba moviendo cielo y tierra para conseguir que el pequeño subiera en la lista de espera para conseguir ese riñón. Era muy consciente de que no era ético ni moralmente aceptable lo que estaba haciendo, que quizá le quitaría la oportunidad de sobrevivir a otro niño, que otra familia lloraría una pérdida; aun así, no iba a retroceder en su empeño para lograr que James escalara al primer puesto. El niño era el séptimo en la lista y la posibilidad de que seis personas recibieran un riñón en las próximas semanas era casi nula. Por eso estaba decidido a hacer lo que fuera necesario para que el siguiente trasplante fuera para James.
«De que lloren en mi casa, que lloren en la ajena», pensó, obligándose a ignorar la punzada de culpabilidad que lo asaltó. «Solo espero que no sea demasiado tarde», suplicó en silencio al entrar en la habitación del pequeño y ver en él las huellas, más visibles cada día, de la enfermedad.
Puso su mejor cara y se acercó a la cama dispuesto a alegrar, aunque fuera por unos minutos, su sombría mirada.
Rato después, mientras interpretaba uno de los comics de Superman, a James lo venció el cansancio y se durmió. Adam dejó a un lado el impreso con cuidado, evitando hacer cualquier sonido que despertara al niño. Lo observó en silencio, preguntándose por qué la vida era tan injusta con personas que no lo merecían. Un agudo dolor que jamás experimentó antes le oprimía el pecho. Tenía semanas resistiéndose a la certidumbre de que estaba encariñándose con él. No quería hacerlo, no quería amarlo y sufrir su pérdida, pero lo hacía. Amaba a James, lo amaba muchísimo. Lo único que quería era estar sentado en esa silla, pendiente de él, acompañándolo para hacer más llevadera su hospitalización.
Ya no le era suficiente hacerse cargo de sus gastos hospitalarios, quería cuidarlo, protegerlo, darle una familia en la que recibiera todo el amor que tal vez le había faltado en sus primeros años de vida. Una familia en la que él fuera el padre y Alice la madre. Se pasó una mano por la cara y, tras un último vistazo a la carita dormida de James, decidió que era momento de asegurarse de que fuera así.
Salió de la estancia sin hacer ruido, caminó por el recoveco de pasillos hasta que dio con la cafetería en donde estaba seguro de que encontraría a la joven. Él siempre acudía a la misma hora y a ella se le había hecho costumbre evitarlo yéndose a tomar su descanso, rodeada de hombres y mujeres con batas blancas, a la cafetería del hospital.
O quizá era una manera de decirle que no aceptaba una cena, pero sí una comida.
Adam se detuvo en seco.
«¿Es en serio?», se preguntó incrédulo, sin recibir respuesta de nadie.
Desde la puerta de la cafetería, miró hacia la mesa en la que ella departía con una joven de cabello castaño y lentes que no conocía.
«Bien, probemos tu teoría», pensó mientras caminaba hacia su dulce Milk.