Nueva York, casi cinco años atrás.
Tras la confesión de Alice su Adam interior festejaba, dando volteretas y pegando victoriosos gritos, cual futbolista goleador. ¡Sentía que acababa de pegar un home run en la última entrada del séptimo partido de la Serie Mundial o batido el récord de los cuatrocientos metros planos! ¡Usain Bolton era una tortuga al lado suyo!
Pero por algo era actor y su exterior no reveló la euforia de su yo interno.
—¿Estás lista? —preguntó cuando en realidad quería pedirle que repitiera para él, solo para sus oídos, su declaración anterior.
Aturdida y avergonzada, Alice solo atinó a mover la cabeza afirmando.
Adam se hizo a un lado y con un gesto de la mano la invitó a salir del lugar. Nerviosos y callados transitaron por los pasillos del hospital hasta la salida.
—El restaurante está a pocas calles —comentó Alice cuando vio sus intenciones de dirigirse hacia el auto.
—Caminemos entonces.
Y eso hicieron.
Caminaron para salir del área de estacionamiento del hospital hasta llegar a la calle, donde tomaron a la izquierda y continuaron su camino hacia el establecimiento. Paso a paso, pulgada a pulgada, fueron acortando la distancia que los separaba del local, pero la distancia entre ellos, a pesar de ir uno al lado del otro, era mayor; y continuaba creciendo con cada centímetro que recorrían en silencio.
La euforia que Adam sintió, minutos atrás, poco a poco se iba desvaneciendo. Sin la emoción de la que fue presa para obstruir su raciocinio, cayó en cuenta de lo avergonzada que debía sentirse Alice. La miró de reojo y sintió deseos de tomarla de la mano, no obstante, ella la tenía ocupada aferrando la correa del bolso que lleva colgado al hombro. Pensó en cambiarse al otro lado, pero entonces ella detuvo su andar.
—Es aquí. —Alice señaló la puerta del local con la mano libre, la otra seguía aferrada a la correa de su bolso.
—Entremos. —Sin perder tiempo, Adam tomó su mano en el momento en que esta descendía al costado de ella.
Alice quitó la mano más rápido que si la hubiese metido en agua caliente. Adam sintió que el agua caliente se la echaron encima a él, reduciendo a cenizas el estado de satisfacción en que abandonó el hospital.
En silencio caminó a la mesa libre que les indicaron, sin molestarse en comprobar si ella lo seguía o no. Oficialmente ese fue su último intento, ya había cedido mucho. Si al final hasta apagó el motor del carro y luego fue a buscarla hasta el área de residentes; no importaba que su intención no fuera suplicar, sino forzarla a que lo rechazara de frente. Y entonces, se había encontrado con la mejor de las declaraciones. Declaración que no servía de nada pues, al parecer, ella creía que no se había arrastrado lo suficiente.
«Se acabó. Yo ya no pienso mover un dedo; hasta aquí llegué», se dijo muy seguro, sentándose. Alice acababa de acomodarse con la ayuda del mesero que, solícito, le había retirado la silla.
Sin mirarse tomaron la carta y ordenaron.
Mientras esperaban, Adam tomó su móvil y vio que Rachell, su compañera en el musical, lo etiquetó en una publicación de la red social del pajarito azul. En ella se le veía con el traje de Nala y un pequeño texto en el que ponía:
Esperando a mi rey @afcrow.
Sin poder evitarlo emitió una pequeña risa. Rachell era un incordio, pero también una estupenda amiga.
Enseguida le contestó:
Casi en camino, mi reina.
Acompañó el texto con un par de corazones que sabía molestarían al novio de ella. Casi quería ser un mosquito para pararse en el monitor del PC del abogado y ver su rostro cuando viera la publicación.
El mesero llegó con las bebidas y él ni se enteró, atento a la respuesta de su amiga. Sin embargo, Alice sí que se dio cuenta. Y también notó la grave y vibrante risa de él. Risa que le produjo escalofríos por todo el cuerpo. Tomó un poco de su naranjada y por poco prefirió que le trajeran un té bien caliente para que la ayudara a paliar los temblores que su risa le provocaban.
Diez minutos después, cuando sus órdenes llegaron, Adam seguía entretenido con el teléfono y ella empezaba a hartarse. Estuvo tentada de levantarse e irse, pero desistió. Se quedaría y le demostraría a Patricia que ella tenía razón.
Casi estaba terminando de comer cuando un mensaje hizo sacudir su teléfono, que estaba sobre la mesa, iluminando un poco la pantalla. Sin tomar el aparato lo desbloqueó y vio que se trataba de una imagen enviada por Marta, la abuela de Patricia. Abrió el mensaje y una captura de pantalla se desplegó ante ella, venía acompañada de un mensaje que decía:
¡Espabílate, niña, que te van a comer el mandado!
Sonrió al imaginar el tono gruñón de la anciana.
Tomó el teléfono y agrandó la imagen para observarla bien y ver a qué se refería la abuela, como la llamaba a pedido de ella. Desde que se hizo amiga de su nieta, Marta la tomó bajo su protección y la trataba como una nieta más; fue hasta que la conoció que comprendió el carácter desinhibido de Patricia.