Nueva York, cuatro años seis meses atrás.
Alice no vio a Adam en tres meses. Ella no fue más al musical y él dejó de ir al hospital durante sus turnos. Sabía que seguía visitando a James los lunes y miércoles y aunque, en un inicio, el niño insistía en contarle sobre sus visitas y de lo divertido que era, poco a poco logró que dejara de hacerlo.
Desde esa fallida comida no volvió a verlo ni en fotografía, pues también dejó de seguirlo en sus redes sociales. Porque sí, estaba tan tonta por él que lo seguía en todas. Sin embargo, el hecho de no verlo no impedía que pensara en él. A veces con anhelo y otras con rencor. Por su culpa, sus fans la acosaron e insultaron durante días. De haber sabido que esa respuesta en Twitter le traería tantos problemas, se lo habría dicho en vivo, al cabo que lo había tenido sentado frente a ella.
Adam, por su parte, retomó su vida y se olvidó de Alice. Si es que a mirarla a hurtadillas por los pasillos del hospital se le podía llamar olvidarse de alguien; tal y como hacía en ese instante.
Era viernes. La temporada del musical había terminado hacía un par de semanas y él aprovechaba casi todo su tiempo libre para estar con James. Su corazón se estrujó, como siempre que pensaba en el niño. Para regocijo de su moral, no había conseguido un donador ni tampoco que subiera en la lista de espera; al parecer todavía quedaba gente honesta que no se impresionaba por un maletín de billetes. No como él, que estaba dispuesto, a untar la mano de quien fuese para conseguir ese riñón para el pequeño; y estaba fallando.
Concentrado en el perfil de la doctora no se dio cuenta de que Patricia —la enfermera cuatro ojos, como él le decía—, se paró junto a él, dándole un susto de muerte cuando le habló llamándolo por su nombre.
—¿Tan fea estoy? —bromeó la joven al mirarlo llevarse la mano al pecho.
—Lo suficiente para matarme del sobresalto.
Patricia, lejos de enojarse, soltó tamaña carcajada que llamó la atención de medio hospital. Bueno, eso fue una exageración. En realidad, no la de medio hospital, pero sí la de la poca gente que estaba en ese pasillo, incluyendo a la renuente doctora pelirroja; quien casi experimentó un vahído al ser consciente de la presencia del actor.
—No eres nada galante, ¿sabes?
Adam miró a la joven y sonrió culpable.
—Eso me han dicho.
—Entonces, ¿qué hacías aquí escondido? Aparte de espiar a mi amiga, quiero decir.
—No estaba espiándola. —Intentó disimular, pero, para más vergüenza, se sonrojó como un colegial.
—Ah, claro, debo haberlo malinterpretado. —Patricia se encogió de hombros, fingiendo que le creía—. Supongo que entonces no te interesa saber que, ese doctor de allá, está a punto de conseguir lo que tú no. —Señaló con la barbilla a un hombre con bata blanca, alto, de cabellos negros un poco revueltos, que hablaba con un hombre mayor y una mujer joven. Estaba de espaldas así que no podía ver su rostro.
Patricia no lo miraba a él, mantenía la vista al frente, en su amiga, que escuchaba con paciencia a los que parecían ser los familiares de algún paciente. Por eso no vio el efecto que sus «inocentes» palabras le provocaron.
—Tienes razón, no me interesa —dicho esto, el actor se dio la vuelta y se fue.
Patricia volteó a ver el pasillo por el que Adam Crow se alejaba y sonrió. Esperaba que ese empujoncito fuera suficiente. Solo le faltaba la testaruda doctora que tenía por amiga. Con ella iba a necesitar una patada ninja y ya sabía cómo iba a dársela.
La noche del sábado Alice llegó a la casa de la abuela Marta con un pastel de nuez de macadamia en las manos, ese que tanto le gustaba a la anciana. Con lo glotona que era con los dulces, era una sorpresa que la diabetes todavía no se hubiera sumado a sus múltiples achaques. La abuela la recibió con una radiante sonrisa, de la cual ella no fue la destinataria, sino el esponjoso y chorreante pastel que cargaba con ambas manos.
—¿Cómo supo que ya estaba en la puerta? —preguntó al tiempo que le entregaba su carga.
—Lleva vigilando la ventana desde que llamaste para avisar que venías en camino —respondió Patricia desde el comedor, donde preparaba la mesa para cenar.
—Me preocupa tu seguridad, criatura.
La abuela abrazó el pastel y a Alice no le cupo duda a qué criatura se refería.
—Abuela, eres incorregible.
Riendo la abrazó y caminó con ella hasta la cocina en la que ya se encontraba Patricia trasteando con las cacerolas para llevarlas a la mesa.
Cenaron entre risas, en un ambiente familiar que la joven médica no conoció hasta que ese par llegó a su vida.
—Me habías tenido muy abandonada —dijo la abuela a Alice mientras partía una generosa rebanada de pastel y se lo entregaba.
—Lo he tenido complicado en el hospital. —La nieta postiza se llevó un trozo de pastel a la boca y gimió bajito al sentir el delicioso sabor del relleno.
—El hospital, sí, claro.
Marta le lanzó una mirada a Patricia y esta se encogió de hombros.
—Está delicioso este pastel —comentó Alice sin soltar la cuchara.