Actualidad.
Las hélices de los helicópteros de rescate —gubernamentales y privados—, zumbaban por encima de los pueblos costeros afectados por el tsunami que inundó la costa mexicana poco más de tres horas atrás. Por fortuna, este no fue tan severo como se especulaba —las olas no alcanzaron los dos metros de altura—, sin embargo, todavía causó daños materiales. Las poblaciones costeras fueron evacuadas en cuanto se emitió la alerta y, aunque lucharon contra reloj, lograron poner a salvo a la mayoría. Las aguas del océano Pacífico tuvieron la fuerza de avanzar solo unos pocos kilómetros tierra adentro, hecho que jugó en favor de la población y del equipo de salvamento enviado por el gobierno mexicano. No obstante, todavía era pronto para descartar pérdidas humanas.
Jason, sentado junto al piloto del helicóptero en que viajaba, se servía de un visor infrarrojo de largo alcance —que más parecía un telescopio para ver Plutón—, para otear entre la zona inundada. Como cuerpo de seguridad tenían un protocolo de emergencia. Lineamientos que debían seguir en caso de siniestros. Esperaba que su compañero lograra seguirlo, era su única oportunidad. La señal móvil era nula; por la radio de la nave escuchaban la central de rescate, atentos a cualquier indicio que les sirviera para localizar a Jake y su jefe.
—Debemos volver ahora. —La voz del piloto llegó hasta él a través de los auriculares.
Dejó el visor y miró al hombre a través de sus ojos cansados, vidriosos por la falta de sueño. Llevaban casi tres horas en el aire, el combustible debía estar a punto de llegar a los mínimos. Le hizo una seña de conformidad y volvió la atención a las aguas revueltas.
El panorama era, cuanto menos, estremecedor. Casas cubiertas, casi por completo, por las aterradoras aguas del Pacífico. Miles y miles de escombros flotaban en las ahora calmas aguas. La destrucción era estremecedora. No quería pensar cómo se vería a la luz del día.
El teléfono satelital emitió un pitido y suspiró. Jonas, por pedido de la señora Alice, le hablaba cada diez minutos. Por dos razones, según le explicó su compañero durante la tercera llamada: La primera porque necesitaban estar al pendiente del rescate y segunda por la seguridad de ellos mismos; para que, en caso de alguna complicación, enviarle ayuda.
Contestó a la llamada y le dijo lo mismo que en las comunicaciones anteriores:
—Nada todavía. Seguimos en la búsqueda.
Cuarenta minutos más tarde estaba subiendo a otro helicóptero en Oaxaca, capital de estado del mismo nombre y en la que tuvieron que aterrizar la aeronave cuando fue obvio que no podrían hacerlo en Puerto Escondido. Jonas se encargó de coordinar todo desde NY, enviando también los helicópteros que alquilaron a esta ciudad y no directo a Puerto Escondido como planearon al principio. La nave despegó para regresar a la zona de desastre, sin embargo, esta vez no lo hacía solo. Otros tres aparatos se unieron a la operación de rescate, así como algunos drones que pilotearían los miembros del equipo de salvamento que, horas atrás, envió Jonas. La señora Alice no estaba escatimando en gastos. No dudaba que cuando regresara a cambiar nuevamente de helicóptero, se encontraría con otra novedad.
En la casa Crow, Jonas revisaba las imágenes que los drones enviaban vía remota. La esposa de su jefe hizo instalar, en tiempo récord, todo lo necesario para rastrear el paradero del señor Crow y Jake. La sala de descanso de los guardaespaldas era ahora el centro de mando desde donde se coordinaba la Operación A.C., como la llamaron. A su alrededor, un equipo de seis personas hacía lo mismo que él y más.
Más allá, acomodada en un sillón con los pies en un banquillo, Alice apretaba con fuerza el móvil. Desde que despertara con la noticia del tsunami no volvió a pegar ojo. Se sentía en un estado de alerta constante, en expectativa. Tras la conmoción inicial, aventó a un lado su angustiante miedo por la vida de Adam y se puso en una carrera contra el tiempo para rescatarlo, echando mano de todos los medios posibles.
En un inicio se aterró, perdiendo la esperanza de que pudiese sobrevivir a tan devastadora catástrofe, pese a ello, sacó fuerzas de flaqueza y movilizó a todo el mundo. Nunca hizo mucho caso de la cantidad de dinero que su marido poseía, pero en esos momentos agradecía profundamente que lo tuviera por montones. Ese dinero, que pocas veces malgastaba, estaba facilitando las tareas de búsqueda.
No se permitía pensar en nada más que en mover todo lo necesario para encontrarlo. No pensaba en la catástrofe, no veía las noticias ni las redes sociales. Estaba aislada de todo cuanto acontecía en el exterior. No quería saber. Su serenidad dependía enteramente de la ignorancia. Estaba segura de que, si conocía los alcances reales del maremoto, no podría mantenerse en pie. Y Adam la necesitaba entera. Entera y fuerte.
Su presente era desolador y su futuro incierto. En cambio, el pasado era cálido, reconfortante, plagado de hermosos recuerdos. Decidió escaparse allí; se mantendría en el pasado hasta que su presente y futuro fueran tan hermosos como sus recuerdos.
***
Nueva York, cuatro años seis meses atrás.
El mañana llegó.
Demasiado pronto, según Alice. Muy lento, para el gusto de Marta.
El reloj de la doctora marcaba las cinco de la tarde, la noche estaba por caer. Si fuese invierno el sol ya se habría ocultado, pero en verano tenían un poco más de luz. Claro que eso no lograba que Alice dejara de comerse las uñas.