Nueva York, septiembre de 2022.
James estaba inclinado sobre el pupitre, hacía trazos al azar sobre su libreta de matemáticas. Fue el primero en llegar al salón, y casi que el primero en llegar al colegio. Su madre no lo dejó en paz hasta que estuvo parado en la puerta del instituto con la mochila al hombro.
Era su primer día en el secundario, al menos oficialmente. Debió asistir el año anterior, pero debido a la pandemia que asoló a todo el mundo, sus padres decidieron que esperarían un año más para enviarlo a la escuela a pesar de que el gobierno afirmó que era seguro regresar a las aulas. Ambos coincidieron en que era lo mejor debido a los problemas renales que tuvo en la infancia, aun cuando su trasplante trabajaba bien. Sin embargo, no perdió el año, su madre se encargó de que recibiera educación en casa para que no se atrasara.
Y ahora que por fin podía pisar el aula del high school, su mamá estaba tan emocionada que anduvo revoloteando a su alrededor desde que se levantó. De no ser por su padre, estaba seguro de que habría llegado con él hasta el salón; y en una de esas hasta el pupitre. No es que le avergonzara, pero no quería que lo vieran como un hijo de mami en su primer día.
Minutos después, el teléfono le vibró en la bolsa del pantalón y antes de sacarlo ya sabía de quién se trataba.
¿Ya estás en el aula? No olvides silenciar el móvil, tesoro.
Al leer el mensaje que su madre envió al chat de la familia, tuvo la tentación de hacer una mueca, ojos en blanco incluidos, pero ella cortó sus intenciones con el siguiente mensaje.
Y no tuerzas los ojos que te vas a quedar bizco.
—Rayos, ¿cómo lo hace? —farfulló para sí.
Está bien, mamá.
Ten un buen día, cariño. Jason irá por ti más tarde. Pórtate bien.
Sí, mamá.
¿Adam, ya estás en el estudio?
James sonrió y cerró la aplicación. Su madre era un caso perdido, suerte que ahora le tocaba a su padre.
El salón fue llenándose poco a poco. Desde su apartado pupitre, observó a los que serían sus compañeros por el resto del año, al menos en esa clase. Todos iban uniformados, pero cada quién lo portaba como mejor le parecía. Las chicas usaban falda y chaleco caqui con una blusa blanca. Los hombres vestían igual, salvo por la parte de abajo; él no se vería muy bien en falda. El uniforme estaba horrible, tal vez por eso las mujeres lucían pañoletas, pines y cuanto adorno se les ocurría.
El profesor llegó al poco rato y se presentó ante la clase. ¿Matemáticas a las siete de la mañana? Estaba seguro de que esto entraba en alguna clase de terrorismo.
Era media mañana, clase de Español, cuando su mundo dejó de girar.
Y no, no se enamoró de la maestra; si eso pensaron. Tal vez podría haber sufrido un leve enamoramiento, sin embargo, la profesora entró después, cuando el flechazo ya había ocurrido.
—Buenos días, jóvenes.
Mientras la docente caminaba hacia el escritorio y colocaba su maletín sobre este, James no tenía ojos para nada que no fuera la jovencita de cabellos negros que acababa de sentarse a su derecha, a tres asientos de él. El corazón le latía apresurado, inseguro de que lo que estaba viendo no era producto de su imaginación. ¿Sería posible que…?
La maestra empezó a hablar y se obligó a poner atención. La señorita Pacheco —como pidió que la llamaran—, se veía amable, pero no quería que le llamara la atención el primer día; y menos delante de ella.
Cuando la clase terminó tuvo el impulso de acercarse, pero la chica no le dio tiempo. En un santiamén recogió sus cosas y salió del aula, dejándolo con la boca abierta a punto de llamarla.
—FitzRoy, estuvo distraído hoy. Espero que no sea una constante durante mi clase o tendré que llamar a su padre. —James miró a la señorita Pacheco y apenas logró suprimir la mueca que su boca ya estaba formando.
—Lo siento, señorita. Mañana estaré más atento.
—Bien. Ahora váyase o llegará tarde a su siguiente clase.
James salió del aula hecho un bólido. No quería darle a la maestra la excusa para llamar a su papá. Porque, seamos sinceros, ella no estaba tan preocupada por su desempeño académico como por conocer a su famosísimo padre.
Ese día, por más que buscó con la mirada a la chica, no volvió a verla. Ni siquiera durante el descanso. Sin embargo, estaba decidido a acercarse a ella al día siguiente.
Esa segunda mañana quien lo llevó al instituto fue su papá. Él tenía un desayuno con un productor en esa zona, así que decidió que compartirían el auto. No obstante, no lo engañaban. Estaba seguro de que su madre se había ido de la lengua y ahora estaba aquí, apresado en esta cárcel de hojalata, a la espera de que su padre sacara el tema.
Era inevitable, así que prefirió lanzarse al ruedo él.
—Mamá te lo dijo, ¿verdad?
—No fue necesario. Yo los escuché. —En favor de Adam hay que decir que era un estupendo actor, mostró culpabilidad por sus actividades de espionaje aun cuando no sentía ni el más ligero remordimiento.