La lluvia caía sobre la ciudad como si el cielo quisiera lavar cada pecado que yo estaba a punto de cometer. Tenía dieciocho años, una carpeta empapada contra el pecho y la absurda esperanza de conseguir un trabajo que no me recordara lo sola que estaba.
El edificio de Varon Enterprises se alzaba como una catedral del poder: mármol negro, ventanales dorados y guardias que parecían estatuas. Todo brillaba y, al mismo tiempo, me hacía sentir diminuta.
Cuando crucé la puerta giratoria, el perfume del lugar me envolvió: cuero caro, café recién molido y dinero. No tenía cita. Solo una recomendación vaga y la certeza de que si no conseguía ese empleo, volvería a dormir en la habitación que la dueña del internado me había prometido desalojar. Me anuncié en recepción con la voz temblorosa.
—Soy Amelia Rivas. Venía a dejar mi currículum.
La recepcionista, una mujer de traje impecable, levantó la vista apenas.
—Suba al piso cuarenta. El señor Varon está entrevistando hoy.
El ascensor subió en silencio. Sentí el corazón golpeando más fuerte a cada número iluminado.
Treinta y siete. Treinta y ocho. Treinta y nueve...
Cuando se abrieron las puertas, el pasillo estaba en penumbra. Solo una placa metálica con letras doradas:
Alexander Varon — Director Ejecutivo.
Tragué saliva y toqué la puerta.
—Adelante —dijo una voz profunda, como un eco que me atravesó la piel.
Entré..El despacho era inmenso, con ventanales que mostraban la ciudad bajo la tormenta. Detrás del escritorio, un hombre me observaba. No había sonrisa. No había gesto amable..Solo unos ojos dorados, inhumanamente bellos y fríos.
—Siéntese —ordenó.
No preguntó mi nombre, ni me ofreció la mano. Solo esperó a que me hundiera en la silla frente a él.
—Edad.
—Dieciocho.
—Experiencia.
—Ninguna, señor. Pero aprendo rápido.
Lo vi arquear una ceja. Cada movimiento suyo era medido, como si calculara el efecto que causaba.
—Demasiado joven —murmuró— Demasiado peligrosa.
No entendí. Quise hablar, pero él ya había bajado la vista al currículum que tenía en sus manos.
—¿Rivas? —repitió, probando mi apellido como si lo conociera desde antes— Interesante.
Caminó hacia mí. Su presencia llenó el espacio. Su perfume mezcla de madera y tormenta era una trampa.
—Dígame, señorita Rivas, ¿sabe quién soy?
—El dueño de esta empresa.
—No. Soy el hombre que convierte la lealtad en un contrato y la obediencia en un arte.
Su voz era suave, pero cada palabra tenía filo.
—¿Y usted? —continuó—. ¿Sabe obedecer?
—Sí… si es necesario.
Se inclinó sobre el respaldo de mi silla, tan cerca que sentí su respiración detrás de mi oreja.
—Entonces empiece ahora. No me mire. Escuche.
Cerré los ojos sin entender por qué obedecía.
El sonido de la lluvia chocando contra los ventanales se mezclaba con el tic-tac del reloj.
—Ha firmado cosas antes, ¿verdad?
—Algún formulario, en el internado.
—Esto será igual. Solo un papel —susurró.
Cuando abrí los ojos, tenía un contrato frente a mí..Las letras eran pequeñas, elegantes. En la última línea, mi nombre ya estaba escrito.
—¿Cómo…?
—Yo me encargo de los detalles.
—¿Qué trabajo es, exactamente? —pregunté.
Él sonrió.
—El único que nadie más puede hacer. Estar aquí. Escucharme. No hablar cuando no se lo ordene. No marcharse sin mi permiso.
—Eso no suena normal.
—Nada que valga la pena lo es.
Me ofreció una pluma. Su mano rozó la mía. Un simple contacto, pero sentí electricidad.
Firmé. El reloj marcó las doce exactas. Alexander tomó el papel, lo dobló y lo guardó en un cajón.
—Bienvenida, Amelia. Ahora trabaja para mí.
Intenté sonreír.
—¿Cuándo empiezo?
—Ya empezó.
Caminó hacia la ventana. La luz de los relámpagos dibujaba su silueta perfecta.
—Hay una sola regla —dijo sin mirarme— No intente entenderme.
—¿Por qué?
—Porque todo lo que descubra… la destruirá.
Esa noche no pude dormir. Su mirada me perseguía. No era deseo lo que sentía, ni miedo, sino una mezcla imposible de ambos. Cuando cerraba los ojos, veía su sombra. Cuando los abría, juraba escuchar su voz en mi oído.
La mañana siguiente, el edificio me pareció distinto. Los empleados me miraban como si supieran algo que yo no..Mi escritorio estaba fuera de su oficina, junto a una puerta de cristal polarizado. Desde adentro podía sentir su presencia, como una tormenta contenida.
A media mañana, me llamó por el intercomunicador.
—Entre.
Su tono no admitía réplica. Adentro, todo estaba igual que el día anterior. Solo él parecía diferente. La chaqueta sobre el respaldo, las mangas arremangadas, el cabello rubio despeinado. No parecía un empresario. Parecía un depredador aburrido.
—Siéntese.
Lo hice.
—Ayer firmó un contrato sin leerlo. ¿Suele confiar así en los desconocidos?
—No…
—Entonces, ¿por qué lo hizo conmigo?
No supe qué responder. Él sonrió con una lentitud peligrosa.
—Porque ya me conocía. Aunque no lo recuerde.
Un escalofrío me recorrió.
—¿Nos… hemos visto antes?
—Sí. Una noche en la que alguien gritó tu nombre antes de que todo se apagara.
Me quedé helada.
—No entiendo.
—No necesita entender. Necesita quedarse.
Se acercó un paso. Y otro..Yo retrocedí hasta sentir el borde del escritorio en mi espalda. Él extendió la mano y apartó un mechón de mi cabello con la suavidad de un gesto íntimo.
—¿Sabes qué me gusta de ti, Amelia? —preguntó.
—No.
—Que todavía crees que puedes huir.
Me quedé muda..Su mirada dorada era una sentencia.
—No te asustes —dijo finalmente, con un suspiro— Los monstruos solo muerden cuando los desafían.
Salí de su oficina con las piernas temblando y la sensación de que mi vida había cambiado.
No sabía si para bien o para mal.