El amanecer filtraba un resplandor dorado entre los ventanales del piso cuarenta, como si el sol también temiera tocar aquel lugar.
Desde mi escritorio podía ver la puerta de su oficina. Siempre cerrada. Siempre silenciando algo que latía detrás.
El sonido del reloj era mi única compañía.
Había pasado una semana desde el día de la firma, y cada hora con Alexander Varon me convencía de que no trabajaba para un hombre, sino para una tormenta disfrazada de traje. No gritaba, no golpeaba, no necesitaba hacerlo. Su autoridad era la calma antes del trueno. Cada mañana su voz sonaba por el intercomunicador:
—Entre.
Y yo entraba, sabiendo que cada paso era una rendición. Aquel lunes, su tono fue distinto: más bajo, más peligroso. Cuando crucé la puerta, él estaba de pie junto a la ventana, hablando por teléfono en un idioma que no entendí. La luz resaltaba el cabello rubio, el perfil afilado, la tensión de su mandíbula. No quise interrumpir. Pero él sabía que yo estaba allí; podía sentirlo. Cuando colgó, se giró lentamente.
—Llegó temprano —dijo, como si fuera un reproche.
—Usted pidió puntualidad.
—Puntualidad no es llegar antes de tiempo. Es saber cuándo entrar a mi mundo y cuándo mantener distancia.
Sus palabras me atravesaron como cuchillas frías.
—Lo siento —murmuré.
Alexander caminó hacia mí.
—Nunca pida perdón, señorita Rivas. Las disculpas son una moneda barata.
Se detuvo tan cerca que el aire pareció detenerse entre nosotros.
—Cuando se equivoca, aprenda. Cuando tenga miedo, úselo. Y cuando yo le dé una orden… —sus ojos dorados se clavaron en los míos — cúmplala sin titubear.
Asentí, aunque mi garganta estaba seca.
—Bien. Empecemos.
Extendió un dossier.
—Informe sobre los nuevos inversores. Quiero una presentación esta tarde.
—¿Esta tarde? Pero no tengo los datos…
—Los obtendrá —replicó con calma venenosa— Me gusta verla esforzarse.
Su sonrisa no era amable; era un desafío. Pasé horas revisando archivos que parecían escritos en otro idioma. Cada vez que levantaba la vista, veía su silueta detrás del vidrio polarizado, observándome. No había contacto, solo esa sensación de estar bajo su dominio. Y, sin embargo, cada vez que su sombra se acercaba, mi respiración se desordenaba.
A la hora del almuerzo, la recepcionista me advirtió que él no saldría; tenía reuniones. Yo comí en mi escritorio, sin hambre. Cuando guardé los papeles, un mensaje apareció en mi correo corporativo:
Sala de juntas. Piso 42. En diez minutos.
—A.V.
El ascensor se detuvo con un sonido metálico.
La sala estaba vacía, salvo por él. Había copas de vino y dos platos sin tocar.
—No me gustan los almuerzos solos —dijo, sin levantar la vista del portátil— Si trabaja conmigo, se acostumbra a mis reglas.
Tomó asiento frente a mí.
—¿Le asusta comer conmigo?
—No.
—Miente peor de lo que redacta.
Levantó la copa y bebió un sorbo.
—Brindemos por su primer error del día. Siempre hay tiempo para los siguientes.
La ironía me hizo sonreír pese al miedo. Él notó el gesto y lo sostuvo unos segundos más de lo necesario.
—Esa sonrisa no se usa aquí, Amelia. Aquí, las sonrisas se cobran.
—¿Y cuál es el precio? —me atreví a preguntar.
Su mirada cambió.
—Ya lo está pagando.
Por la tarde, presenté el informe..Mis manos temblaban..Alexander se reclinó en su silla, escuchando sin interrumpir. Cuando terminé, el silencio se extendió como una sentencia.
—Interesante —murmuró— Imperfecto, pero interesante.
Me tendió la mano. Creí que quería felicitarme.
En cambio, tomó mi muñeca y deslizó los dedos sobre la piel.
—Las personas mienten con la voz, pero no con el pulso —susurró—. Está asustada.
—No estoy.
—Sí lo está. Pero eso no me molesta. El miedo la hace real.
Soltó mi mano con suavidad y se levantó.
—Acompáñeme.
Atravesamos un pasillo que nunca había visto.
Puertas de vidrio, luces bajas, un aire distinto, más íntimo. Abrió la última puerta: una oficina secundaria, más pequeña, con una ventana que daba al jardín interior.
—Este será su nuevo espacio.
—Pero mi escritorio está....
—Demasiado lejos de mí.
Me quedé inmóvil.
—No entiendo.
—No necesita hacerlo. Lo que necesito yo es tenerla cerca.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Por qué?
Alexander se acercó lo suficiente para que la distancia se disolviera.
—Porque todo lo que no puedo controlar, me destruye. Y usted, señorita Rivas, está empezando a hacerlo.
Sus palabras me dejaron sin aire..No supe si huir o quedarme..Y eso, justamente, era lo que él quería.
—¿Va a seguir allí de pie o va a agradecerme por promoverla?
—Gracias, señor Varon.
Él asintió apenas, con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—Vuelva mañana a las siete. Le mostraré cómo funciona mi mundo.
—¿A las siete? ¿Tan temprano?
—La oscuridad también madruga, Amelia.
Esa noche caminé bajo la lluvia sin paraguas.
Cada relámpago parecía repetir su voz en mi cabeza.
Todo lo que no puedo controlar, me destruye.
Cuando llegué a mi departamento, una notificación brillaba en mi teléfono. Un número desconocido. Un mensaje:
No vuelva a caminar sola de noche.
—A.V.
Me asomé a la ventana..En la esquina, un auto negro esperaba con las luces apagadas.
Por un instante, una silueta se movió dentro.
Rubia. Inconfundible. El motor rugió y desapareció entre la lluvia. El corazón me martillaba el pecho. No sabía si sentirme protegida o vigilada. Miré el mensaje una vez más y, sin pensarlo, respondí:
¿Por qué le importa?
La respuesta llegó al instante:
Porque lo que es mío, lo cuido.
La pantalla tembló entre mis manos..Su tono no era una advertencia. Era una promesa..O una amenaza. Tal vez ambas. Cerré el móvil, pero ya era tarde..Sabía que, aunque apagara todas las luces, él seguiría allí, en alguna parte de la noche, esperando que mi silencio volviera a pertenecerle.