Dueño De Mi Silencio

Permanente

Dormí poco y mal. Cada vez que cerraba los ojos, veía el contrato, la palabra escrita con tinta negra sobre mi nombre: Permanente.

Me dije que era una broma, una excentricidad más del jefe que todos temían, pero una parte de mí la más sensata sabía que en el mundo de Alexander Varon nada se hacía por capricho.

Todo tenía un propósito. Y ese propósito, ahora, parecía ser yo. Cuando llegué a la oficina, el ambiente era distinto. Las secretarias hablaban en susurros. Las luces parecían más frías. Al pasar junto al despacho principal, sentí su mirada antes de verlo.

—Señorita Rivas —su voz me alcanzó como un roce invisible— entre.

Obedecí. Siempre lo hacía. Alexander estaba junto a la ventana, sin saco, las mangas arremangadas, la corbata aflojada. En su mano, una taza de café que no parecía tener intención de beber.

—Ha leído el documento —dijo sin mirarme.

—Sí, señor.

—¿Y?

—No entiendo qué significa permanente.

Dejó la taza sobre el alféizar y me miró.
Su mirada era tan intensa que me hizo olvidar cómo respirar.

—Significa que no pienso dejarla ir.

—¿Dejarme ir? No planeo renunciar.

—No me refiero al trabajo.

Dio un paso hacia mí. Y luego otro.

—Hay algo en usted que altera mi equilibrio. Lo noté desde el primer momento. Su voz, su manera de mirar, incluso la forma en que tiembla cuando intenta no temerme.

—No le tengo miedo —mentí.

Sonrió, pero no con burla: con una calma peligrosa.

—Lo sé. Por eso está aquí. Las que me temen, huyen. Las que me desafían, mueren de curiosidad.

—¿Y qué pasa con las que lo entienden?

—Nadie me entiende. Ni siquiera yo.

Silencio. El reloj marcó las nueve con un clic seco que sonó como un disparo.

—Desde hoy trabajará dentro de mi oficina —anunció.

—¿Aquí? ¿Todo el día?

—Todo el tiempo que sea necesario. Quiero verla. Escucharla. Saber cuándo respira, cuándo miente, cuándo piensa en escapar.

—Eso es… invasivo.

—Eso es control.

Dio media vuelta y tomó asiento tras el escritorio.

—Comience ordenando estos documentos. Y no hable, salvo que se lo pida.

Pasaron horas. Su presencia llenaba el aire como un perfume denso. A veces escribía sin mirarme, otras veces se detenía y se quedaba observando mis manos moverse sobre el teclado, sin decir palabra. Era como vivir bajo un microscopio, y aun así, había algo adictivo en esa atención.

A media tarde, el silencio se rompió.

—¿Cree en el destino, Amelia?

—No lo sé.

—Yo tampoco. Pero cada vez que la veo, empiezo a dudar de mi escepticismo.

Me quedé quieta, con los dedos suspendidos sobre el teclado. Él continuó:

—El destino no es más que una forma elegante de justificar las obsesiones.

—¿Y cuál es la suya? —pregunté sin pensar.

Alexander levantó la vista.

—Usted.

El corazón se me paralizó. No dijo nada más.
Solo volvió a su trabajo, como si hubiera hablado del clima..Pero su voz quedó flotando, clavada en mi mente. Cayó la noche. La oficina estaba vacía, excepto por nosotros..Yo recogía mis cosas cuando su voz me detuvo.

—No se vaya.

Me giré.

—Ya terminé por hoy, señor Varon.

—No cuando hay algo que no entiendo.

Se levantó y caminó hacia mí con pasos lentos, estudiados.

—Usted me observa como si quisiera descubrir en qué punto me romperé.

—No lo hago.

—Sí lo hace. Y lo peor… es que podría lograrlo.

Sentí que el aire se evaporaba entre nosotros. Su mano rozó el borde de mi carpeta, apenas un gesto, y sin embargo, mi cuerpo se tensó entero.

—¿Por qué me contrató, Alexander? —pregunté, cansada de fingir que no quería saber.

—Porque nadie me mira como usted lo hace.

Sus palabras me atravesaron. Él siguió:

—Cuando me observa, no veo miedo. Veo algo peor: esperanza. Y eso… eso me arruina.

El sonido de la lluvia volvió, golpeando los cristales como la primera vez que lo vi. Por un instante, sus ojos dorados parecieron apagarse, revelando una tristeza que no encajaba con su máscara de control.

—No me mire así —susurró, con un hilo de voz— No quiero redimirme.

—Tal vez no pueda evitarlo —respondí, sin saber de dónde salía mi valentía.

Él cerró los ojos, exhaló lentamente y dio un paso atrás.

—Váyase, Amelia. Antes de que olvide por qué debería dejarla ir.

Recogí mis cosas con manos temblorosas y crucé la puerta sin mirar atrás. El ascensor bajaba y mi reflejo en el espejo me devolvía una versión de mí que ya no reconocía: más seria, más consciente, más peligrosa. En la calle, la lluvia seguía cayendo. Al abrir el paraguas, noté algo extraño dentro de mi bolso. Una tarjeta negra, sin remitente. Solo una frase escrita a mano, en letra dorada:

No todos los contratos se firman con tinta. Algunos se sellan con miradas.

Levanté la vista. En el edificio de enfrente, tras el ventanal del piso cuarenta, una sombra me observaba. Inmóvil. Reconocible. Alexander Varon. No sabía si estaba vigilándome o despidiéndose de su propia cordura.

Esa noche comprendí que Alexander no era un hombre acostumbrado a perder. Y yo acababa de convertirme en su debilidad más peligrosa. Lo que no imaginaba era que el siguiente contrato no tendría mi firma… sino mi sangre.




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