Desde que leí aquella frase No todos los contratos se firman con tinta. Algunos se sellan con miradas, algo cambió en mí.
Ya no podía respirar con calma dentro de esas paredes de cristal. El aire parecía perfumado con su presencia, como si Alexander Varon fuera el oxígeno que me mantenía viva y, al mismo tiempo, el veneno que me estaba consumiendo.
A veces lo escuchaba hablar por teléfono en ese tono firme, implacable, y no podía evitar imaginar cuántas personas en el mundo temblaban al escuchar su voz. Yo también temblaba, pero por razones muy distintas.
Aquella mañana llegó más tarde que de costumbre. Su chaqueta colgaba del antebrazo, la camisa blanca desabotonada hasta el cuello. Parecía agotado, pero aún así irradiaba poder. El silencio entre nosotros se volvió una conversación muda.
—Dormí poco —dijo sin que le preguntara.
—¿Alguna reunión?
—Pesadillas.
Esa palabra me desarmó. Jamás hubiera imaginado que un hombre como él soñara algo distinto a estrategias.
—¿Qué tipo de pesadillas? —pregunté.
—De las que uno despierta creyendo haber perdido lo único que no puede reemplazar.
No supe qué responder. Sus ojos dorados se clavaron en mí, como si buscara comprobar si yo entendía.
—No debería decirle eso —murmuró— No quiero que piense que soy débil.
—Todos lo somos a veces.
—Yo no puedo.
Su voz fue tan baja que apenas la oí. Y sin embargo, fue suficiente para mostrar la primera grieta.
El día transcurrió entre órdenes, llamadas y silencios cargados. Cada vez que me acercaba a su escritorio, su mirada me seguía, como si cada movimiento mío fuera un recordatorio de su propia pérdida de control. Por momentos me asustaba. Por otros, me sentía poderosa. A las cinco, la lluvia volvió a golpear los ventanales. Yo estaba organizando informes cuando él habló sin levantar la vista:
—Cierre la puerta.
Obedecí. El clic del cerrojo sonó más fuerte de lo que debía. Alexander se levantó. Caminar hacia él fue como acercarse a un abismo del que no quería huir.
—Dígame, Amelia —susurró — ¿qué ve cuando me mira?
—Veo… a alguien que intenta dominar un incendio con las manos.
Sonrió.
—¿Y usted? ¿Qué intenta dominar?
—El miedo que me provoca.
—¿Por qué no huye?
—Porque algo me dice que si lo hiciera, usted me seguiría.
Su respiración cambió. La mía también.
No hubo contacto, pero la tensión entre los dos era más peligrosa que cualquier roce.
—Tiene razón —admitió— La seguiría. Aunque eso me destruyera.
Esa confesión se quedó flotando entre nosotros, sin explicación. Durante los días siguientes, su comportamiento se volvió impredecible. A veces se mostraba frío, distante, como si yo no existiera. Y de pronto, aparecía detrás de mí, murmurando mi nombre con una suavidad que me helaba la sangre.
—Amelia.
—¿Sí, señor Varon?
—No confíe en nadie. Ni siquiera en mí.
—¿Por qué?
—Porque todo lo que toco termina rompiéndose.
Esa noche, me quedé sola en la oficina para terminar un informe. Él había salido a una reunión, o eso creí. Hasta que lo vi reflejado en el cristal. Su silueta alta, quieta, mirándome desde la oscuridad.
—No la escuché entrar —dije, intentando sonar serena.
—No lo hice. Nunca me fui.
Se acercó hasta quedar a mi espalda. No tocó mi piel, pero sentí su calor.
—¿Sabe cuál es mi maldición? —susurró— Creer que puedo tener algo bueno sin destruirlo.
—Tal vez esta vez sea diferente.
—No diga eso. No me dé esperanza. Es lo único que me vuelve débil.
Su respiración rozó mi cuello, un segundo, un suspiro. Y entonces se alejó bruscamente.
—Váyase, Amelia. Ahora.
Al llegar a casa, el corazón me latía con fuerza. Sobre la mesa encontré un sobre negro, con mi nombre escrito en dorado. Dentro había una fotografía: yo, sentada frente a su escritorio, sin que él estuviera en la imagen. En el reverso, una nota breve:
No temas a quien te observa, sino a quien no puede dejar de hacerlo.
Dejé caer la foto, respirando hondo. En ese instante comprendí que Alexander no era solo mi jefe. Era mi obsesión. Y yo, la suya.
A la mañana siguiente, cuando llegué a la oficina, él no estaba. En su lugar, encontré la puerta entreabierta, el contrato original sobre el escritorio y una nueva cláusula escrita a mano:
En caso de ausencia, la señorita Rivas asumirá todas mis funciones. Incluido mi legado.