Dueño De Mi Silencio

Huir no es miedo, es amor

ALEXANDER

El sonido del vidrio estallando aún vibraba en mis oídos cuando la vi sobresaltarse. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. La envolví con mis brazos. La atraje contra mí, protegiendo su cabeza con mi mano. Mi respiración ardía. La de ella, temblaba.

—Alexander…

—Shhh —susurré, apretándola más— No voy a dejar que nada te toque. Nada.

Me separé apenas para mirarla. Tenía los ojos grandes, vulnerables, brillantes por el terror.y por algo más. Por amor Ese amor que me volvía débil y al mismo tiempo, el hombre más peligroso sobre la tierra. El teléfono en el suelo vibró otra vez. Otro mensaje.

Ya están ahí.

Mi sangre se heló.

—Nos tenemos que ir —dije—.Ahora.

Ella asintió, aunque su respiración seguía entrecortada. Quise tomar su mano, pero no.
No era suficiente. No era seguro. Entonces la levanté en brazos. Así. Sin permiso. Sin explicación. Sin delicadeza. La alcé como si fuera algo precioso, frágil, irremplazable.
Como si mis brazos fueran la única fortaleza que nos quedaba.

—Alexander…

—Calladita —murmuré, con la voz baja, oscura, cargada de un cariño feroz— Te llevo yo.

Ella rodeó mi cuello con sus brazos. Se aferró a mí como si fui su único refugio. Y lo era. Bajé las escaleras del refugio con ella contra mi pecho. Cada paso se sentía como un ruido demasiado fuerte. El bosque afuera estaba quieto. Demasiado quieto.

—¿Adriel te va a encontrar igual? —preguntó ella, con voz temblada.

—No si yo lo elimino primero —respondí, con una calma que no me pertenecía.

Ella me tocó la mejilla. Ese pequeño gesto casi me hizo quebrar.

—No quiero que te pase nada, Alexander…

—A mí no me pasa nada —dije, con una sonrisa amarga— Yo soy lo que le pasa a los demás.

Ella dejó escapar una risa mínima. Una chispa en medio de la tormenta. Dios, la amaba tanto que dolía. Corrección: la amo tanto que me destruía. Cuando llegamos al auto, la acomodé en el asiento del acompañante. Ella tomó mi muñeca antes de que pudiera cerrar la puerta.

—Alexander… quedate conmigo.

Sus palabras me golpearon tan fuerte que sentí un vértigo. Acaricié su rostro con el dorso de mi mano. Mi pulgar rozó su labio.
Ella cerró los ojos y apoyó la mejilla en mi palma.

—No hay fuerza en este mundo que pueda separarme de vos —dije, con voz baja, casi reverente— Ni siquiera yo.

Ella abrió los ojos. Y vi algo que me incendió entero: Fe. Fe en mí. Algo que no sabía cómo sostener pero quería sostenerlo igual. Me incliné sobre ella. La besé. No fue un beso urgente. No fue un beso desesperado. Fue uno lento. Profundo. Dedicado.

Un beso que decía: No me importa el peligro.
Me importa vos. Solo vos.

Cuando nos separamos, ella susurró:

—Entonces vámonos.

Y yo asentí. Encendí el motor. Pero justo cuando iba a acelerar, un auto negro se cruzó frente al nuestro. Otro detrás. Otro a la izquierda. Otro a la derecha. Cuatro. Cuatro autos bloqueándonos. Ella me tomó la mano.

—Alexander…

—Bajá la cabeza —ordené, sin mirarla, apretando los dientes.

Mi respiración cambió. Mi postura cambió. No era miedo. No era furia. Era algo peor. Era foco. Era transformación. Era la bestia que Adriel había querido despertar y que ahora despertaba por amor. Los autos se quedaron quietos unos segundos.

Silencio absoluto. Hasta que uno de ellos abrió su puerta. Un hombre bajó. Vestido de negro. Anónimo. Sin expresión. Otro bajó. Y otro. Cuatro hombres caminando hacia nosotros. Ella se aferró a mi brazo. Yo no la miré. No quería que ella viera lo que mis ojos estaban diciendo. Pero ella lo supo. Lo sintió.

—Alexander, no salgas…

—Amelia —susurré, sin dejar de mirar a los hombres acercarse— Si entran te llevan.
Y yo muero.

Ella tragó saliva. Yo abrí mi puerta. Ella me agarró de la camisa.

—No me dejes —dijo, con una voz que me quebró— No te vayas sin mí.

Me agaché hacia ella. La tomé del rostro como si fuera mi única verdad.

—Nunca me voy sin vos —susurré— Nunca.

Y le di un beso rápido, salvaje, lleno de miedo y pasión, como si fuera nuestro único oxígeno. Después salí. Cerré la puerta. Y entonces uno de los hombres habló. Una voz profunda. Grave. Sin alma.

—Alexander. Adriel quiere verte.

Yo sonreí. Pero no era una sonrisa humana.

—Díganle que en diez minutos voy a verlo —dije— Pero él no va a querer verme a mí.

El hombre frunció el ceño.

—¿Y a quién vamos a ver?

Mi voz salió baja, mortal, llena de fuego:

—A lo que él creó.

Como si mis palabras fueran un disparo, los hombres dieron un paso atrás. Y Amelia, desde el auto, susurró mi nombre con miedo y amor.

—Alexander…

Y yo dije la frase que desataría el próximo infierno:

—Me voy a encargar de todos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.