ALEXANDER
No esperé. No pensé. No dudé. Cuando vi el mensaje de Adriel, cuando leí Vengo por ella, algo dentro de mí dejó de ser humano. No era ira. No era miedo. Era la certeza absoluta de que ningún ser sobre la tierra podía tocar a Amelia mientras yo respirara.
—Alexander —susurró ella, sujetando mi brazo con desesperación— No vayas. No quiero que te haga daño. No quiero perderte.
La miré. Y en sus ojos encontré algo que me incendió el alma: ella me amaba más de lo que amaba su propia seguridad. La acerqué a mí, sujetándola por la cintura.
—No voy a perderte —dije con voz baja, grave, cargada de un amor oscuro que casi dolía— Y él lo sabe. Por eso me provoca.
Amelia negó con la cabeza, con lágrimas rodando por sus mejillas.
—No quiero que vayas solo.
—No puedo llevarte conmigo —respondí, tomándole el rostro con ambas manos—
Ese lugar no está hecho para alguien como vos. Para alguien con luz.
Ella tembló. Me acerqué. Apoyé mi frente contra la suya.
—Te voy a pedir una sola cosa, Amelia…
Tragó saliva.
—¿Cuál?
—Viví —susurré— Si algo me pasa vos vivís.
Prometemelo.
Ella negó rápido, desesperada.
—No. No te voy a sobrevivir. No sé cómo. No puedo.
La besé. Fuerte. Profundo. Oscuro. Ese beso que se da al borde del abismo, cuando dos almas se reconocen aunque estén destinadas al desastre. Cuando nos separamos, mis labios casi rozaban los suyos.
—Prometemelo igual —murmuré, con un dolor que me atravesaba el pecho.
Ella cerró los ojos.
—Te lo prometo —susurró, con la voz quebrada.
Yo apoyé mi mano sobre su corazón.
—Voy a volver —dije, mirándola fijo—
Pero si no lo hago… vos seguís respirando por los dos.
Subió su mano a la mía. Su piel temblaba.
—No te mueras —pidió— Por favor, Alexander… no te mueras.
La besé una última vez. Y la solté. Ese fue el momento exacto en que mi alma dejó de ser un hombre y se convirtió en un arma. El camino hacia donde vivía Adriel era largo.
O así lo recordaba. Esa noche no. Esa noche manejé como si el mundo se estuviera incendiando. Como si cada árbol, cada sombra, cada curva dijeran lo mismo:
Estás haciendo algo de lo que no hay regreso.
Y estaba bien. No buscaba regreso. Buscaba a Adriel. Para terminar lo que empezó cuando éramos adolescentes..Para arrancarle la sombra que me siguió toda la vida. Para proteger a Amelia. Y sí para matarlo. La mansión apareció entre los árboles como un monstruo dormido. Luces encendidas. Guardias en las puertas. Auto de lujo en la entrada. Mi sangre hirvió. Me bajé del auto sin cerrar la puerta. Sin miedo.
Sin prisa. Los guardias me vieron. Apuntaron.
—¡Deténgase! —gritó uno.
Yo seguí caminando. No iba a detenerme por nadie que no fuera Amelia.
—¡Disparen!
La oscuridad me cubrió. Los balazos solo rozaron mi chaqueta mientras me lanzaba hacia ellos. Tomé al primero por la muñeca, lo giré, el arma cayó. El segundo disparó: le pateé la mano, la pistola se cayó entre los arbustos. No los maté. No eran ellos el objetivo. El objetivo era mi hermano. Mi sombra. Mi verdugo.
El origen de mi oscuridad. Empujé la puerta de la mansión. No estaba cerrada. Qué idiota. Me estaba esperando. El recibidor estaba iluminado. Demasiado iluminado. Y ahí estaba él, apoyado en la baranda del segundo piso, vestido de negro, con la sonrisa más cruel que conocía desde niño.
Adriel.
—Hermano —dijo con una voz cálida que helaba la sangre— Viniste rápido. ¿Tan importante es para vos esa chica?
Apoyé las manos en mis bolsillos. Si él quería provocarme, iba a tener que esforzarse más.
—No estás a la altura para hablar de ella.
Adriel sonrió. Esa sonrisa. La misma que mostraba cuando me hundía en la adolescencia. La misma que usaba para quitarme todo lo que amaba.
—Te volviste sentimental —dijo, bajando despacio las escaleras— Qué interesante.
Jamás pensé ver el día en que Alexander Cain sangrara por amor.
No dije nada. Me estaba midiendo.
—¿Sabés qué es lo más gracioso, Alex? —continuó él— Que ella cree que puede salvarte. Pobre criatura. No entiende que vos naciste condenado.
Mis manos se cerraron en puños. Adriel apoyó un dedo en su mejilla, teatral.
—Vos jamás vas a tener derecho a la luz.
—Y vos jamás vas a tocar a Amelia —dije con la voz más baja que nunca en mi vida.
Adriel alzó una ceja.
—¿Y quién me va a detener? ¿Vos?
Entonces sonreí. Y esa sonrisa fue la primera que vi a Adriel retroceder un paso.
—Sí —dije, acercándome un paso— Yo.
Adriel abrió los brazos, desafiante.
—Hacé tu jugada entonces.
Me moví. No recuerdo haber decidido moverme. Solo sé que un segundo estaba a diez pasos de él y al otro, mi mano ya estaba clavada en su cuello, empujándolo contra la pared con una fuerza que ni yo sabía que tenía. Sus ojos se agrandaron. Por primera vez Adriel tuvo miedo.
—No vuelvas a pronunciar su nombre —susurré, apretando un poco más— Nunca.
Él rió, ahogado.
—¿Eso te enseñó el amor, hermano? ¿A matar mejor?
—No —respondí— Me enseñó a no tenerle miedo a la oscuridad.
Apreté. Adriel jadeó. Sus manos temblaron.
—¿Vas… a matarme? —preguntó, entrecortado.
Me acerqué a su oído.
—Si me obligás, sí.
Entonces él sonrió, aún atrapado entre mis dedos.
—Entonces matame. Porque si no lo hacés voy a ir por ella.
Mi respiración se detuvo. La bestia dentro de mí despertó completamente.
—Adriel…
—Sí, hermano. —Su sonrisa se ensanchó—
Esa chica va a ser mía. Voy a destruir cada pedazo de la luz que te dio. Voy a quitarle el alma como vos me quitaste la mía.
Esa frase fue la que decidió todo. Mi mano subió a su mandíbula. Su columna golpeó la pared. Un ruido seco llenó el aire. Adriel tosió sangre.