AMELIA
La noche se estaba volviendo insoportable. Caminaba en círculos dentro del refugio, mordiéndome las uñas, sintiendo que cada minuto me arrancaba un pedazo de alma. Alexander no aparecía. No escribía. No llamaba. Y yo ya no sabía si estaba vivo.
Prometemelo, había dicho. Viví.
¿Cómo pretendía que viviera si él no estaba?Las lágrimas me corrían sin permiso. La respiración me temblaba. Y cada crujido del bosque me hacía saltar. Hasta que finalmente…
Escuché pasos. No cualquier paso. Lo reconocí. Lo había memorizado. Era él. Salí corriendo antes de pensarlo. Y cuando abrí la puerta, se me quebró el mundo. Alexander estaba ahí. De pie. Respirando. Pero…
Golpeado. Herido. Cubierto de sangre en la ceja, el labio partido, la camisa rasgada, la mandíbula tensa como si intentara contener un dolor que no sabía cómo nombrar.
—No —susurré, llevándome las manos a la boca— Alexander… mi amor…
Él levantó la vista. Sus ojos negros estaban opacos y al verme, se iluminaron apenas, como una chispa agonizando.
—Amelia… —su voz salió ronca, profunda, desgarrada— Te dije que iba a volver.
Di un paso hacia él. Otro. Y otro. Cuando llegué, las lágrimas ya me caían sin control. Toqué su rostro. Él cerró los ojos al instante, como si mi toque fuera la única medicina que su cuerpo reconocía.
—¿Qué te hicieron? —susurré.
Alexander abrió los ojos lentamente.
—Nada que me importe —murmuró—
Estoy vivo porque tenía que volver con vos.
Esa frase me destruyó. No pude más. Lo abracé como si quisiera fundirme dentro de él. Él me sostuvo con los brazos temblorosos, apoyando la cabeza en mi hombro. Su respiración se cortó, como si hubiera estado conteniéndola desde hacía horas. Y entonces Lo escuché. Un sollozo ahogado. Alexander Cain llorando. Se me partió el pecho.
—Ya está —susurré en su oído, acariciándole la nuca— Ya volvió, mi amor. Ya estoy acá. Ya no estás solo.
Su cuerpo vibraba contra el mío. No de miedo. No de frío. De alivio. De agotamiento. De amor. Entré con él al refugio, guiándolo despacio, como si fuera un animal herido que solo confiaba en mis manos. Le saqué la camisa. Tenía moretones en los hombros. Un corte largo en el torso. Golpes en las costillas. Arañazos en la espalda. Me temblaron las manos.
—¿Duele? —pregunté.
—No si me tocas vos —respondió, con una suavidad que me dejó sin aire.
Me acerqué con vendas y un paño húmedo. Alexander se sentó en el borde de la cama.
Yo me arrodillé entre sus piernas para poder curarlo mejor. Su respiración se agitó. No por el dolor. Por mí. Por la forma en que lo tocaba. Por la cercanía. Por el amor que yo no sabía ocultar.
—No mires así—murmuró él, con la voz baja, oscura— No cuando estoy tratando de comportarme.
—No quiero que te comportes —susurré, limpiándole la sangre del labio— Quiero que te dejes amar.
Alexander me miró como si acabara de abrir una puerta que él jamás creyó que podía abrirse. Un temblor recorrió sus dedos cuando rozaron mi mejilla.
—No sabés lo que me hacés —dijo— No tenés idea. Amelia, si me sigues tocando así, juro que…
No lo dejé terminar. Apreté una venda sobre un corte. Él inhaló bruscamente.
—Perdón —susurré.
—No te disculpes —respondió él, tomando mi mano con firmeza— Quiero sentirlo. Quiero sentir que estoy vivo. Quiero sentirte.
Mi corazón latió tan fuerte que me mareé. Seguí curándolo. Sus ojos siguieron cada movimiento..La forma en que respiraba cambiaba cada vez que yo rozaba su piel. Cuando terminé, él me tomó de la muñeca y me atrajo hacia él. Yo quedé sentada en sus muslos. Su brazo en mi cintura. Su otra mano en mi nuca. Su respiración en mi cuello.
—Amelia… —susurró— Curás cosas que ni sabía que estaban rotas.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
—Y vos me curaste a mí primero — dije, apoyando mi frente en la suya.
Nuestros labios estaban a un suspiro de distancia.
—Dame un beso —murmuró él, con una voz cargada de un amor desesperado— Por favor…
Lo besé. Lento. Profundo. Salvaje y tierno al mismo tiempo. Su mano bajó por mi espalda, presionándome contra él. Mis dedos se enredaron en su cuello. Nos movimos como dos personas que estaban reconstruyéndose a través de la piel, del calor, del temblor..Él apoyó su frente en mi hombro.
—No me sueltes —pidió.
—Nunca —susurré.
Lo abracé más fuerte.
—Nunca, Alexander. Ni aunque el mundo se rompa. Ni aunque Adriel vuelva.
Él se tensó apenas. Había algo en esa frase. Algo peligroso. Algo que él sabía.y yo no.
—Alexander — murmuré, intentando separar mi rostro del suyo para verlo.
Pero él me sujetó la nuca con una delicadeza feroz, impidiéndome moverme.
—Después —susurró— No ahora. Déjame tenerte un poco más.
Mi corazón se detuvo un instante. Porque su voz su voz estaba llena de miedo. Un miedo que no era por él. Era por mí. Me agarró de la cintura, me acostó con suavidad sobre las sábanas, él apoyó el cuerpo sobre el mío, mirándome como si yo fuera su única salvación.
—No te alejes de mí nunca más —dijo—Nunca.
—Nunca —respondí.
Él bajó la cabeza. Sus labios rozaron mi clavícula. Mi cuello. Mi boca. Sus manos temblaban. No de deseo. De dolor. De amor. De algo que no quería decirme. Acaricié su rostro. Sus ojos tenían una sombra nueva. Una que me heló la sangre.
—Alexander ¿qué pasó allá? ¿Qué te dijo Adriel?
Él bajó la mirada. Y entonces lo dijo. Una frase que me cortó la respiración.
—Amelia hay algo que Adriel sabe de vos que yo no te conté. Algo que puede destruirnos.