ADRIEL
La sala estaba helada. No por la temperatura. Por las miradas. Cuatro hombres y una mujer los cinco directivos de la organización estaban sentados frente a mí, con sus trajes impecables, sus expresiones vacías y esa arrogancia de quienes creen controlar todo. Yo, en cambio, estaba de pie. No por elección. Porque no me habían ofrecido una silla. El insulto era claro.
—Querido Adriel —dijo la mujer, cruzando las piernas— Nos preocupa tu desempeño.
La palabra desempeño sonó como un tiro.
—Intenté traerlos —respondí, conteniendo la furia— Pero él no vino solo. Y la chica…
—La chica escapó —interrumpió uno de los hombres— Después de que prometiste tenerla asegurada.
Una carcajada suave estalló en la mesa. Ridiculizándome. Humillándome.
—Alexander lo hizo —escupí— Ella desapareció con él. Nadie puede competir con mi hermano cuando decide proteger algo.
Hubo un silencio. Uno de ellos entrelazó las manos.
—Precisamente —dijo, con una sonrisa fría—
Nadie puede competir con tu hermano. Ni siquiera vos.
El golpe fue directo. Y público. La mujer inclinó la cabeza con falsa dulzura.
—Nos preguntamos, Adriel ¿para qué te necesitamos si tu hermano es quien siempre gana?
Las risas murmuradas me atravesaron como cuchillas. Las uñas se me clavaron en la palma. Pero no dije nada. No podía. Porque sabía perfectamente lo que significaba esto:
Yo ya no era imprescindible. Alexander sí.
Y eso me consumió la sangre como veneno.
ALEXANDERLa cabaña estaba vacía. No quedaban rastros. No quedaban huellas. No quedaban teléfonos, ropa, documentos, nada. Amelia estaba acostada sobre mi pecho, respirando tranquila, sin saber que afuera el mundo había empezado a arder. Mi mano descansaba sobre su espalda desnuda. Su cabello caía sobre mi piel. Su fragancia era mi única ancla. Éramos sombras. Fantasmas. Y así tenía que ser.
La organización nos estaba buscando. Pero no nos iba a encontrar. No esta vez. Había hecho lo que nadie esperaba: me volví invisible. Y un aristócrata invisible es más peligroso que cualquier arma. Entrelacé mis dedos con los suyos, dormidos.
—No van a tocarnos —murmuré, besándole el hombro— No van a volver a tocarte jamás.
Mientras Amelia dormía, yo trabajé. En la oscuridad. En silencio. Sin que el mundo lo supiera. Mi apellido abría puertas. Mi fortuna abría las que estaban cerradas. Mis contactos en política, finanzas, seguridad privada, aristocracia abrían las puertas que no deberían existir. La organización creía que Adriel era el arma. Idiotas. La verdadera arma era yo.
Conecté llamadas. Moví cuentas. Congelé fondos. Compré acciones. Activé contratos dormidos desde hacía años. Y con cada firma, con cada transferencia, con cada decisión les arranqué un pedazo. Amaneció lentamente. Amelia despertó con mis dedos en su cintura.
—¿Qué hiciste? —preguntó, con esa voz suave que me volvía humano.
Besé su frente.
—Lo que tenía que hacer.
Ella se incorporó despacio, mirándome a los ojos.
—Alexander…
Tomé su mejilla entre mis dedos.
—Amelia. —Mi voz salió baja, intensa— La organización ya no puede encontrarnos.
Parpadeó, confundida.
—¿Cómo lo....?
Le acaricié el labio inferior con el pulgar.
—Los dejé ciegos. Los dejé sordos. Los dejé quebrados económicamente. Hoy amanecieron sin recursos, sin cuentas, sin respaldo político. Y sin liderazgo.
—¿Quién… quién hizo eso? —susurró.
Incliné mi rostro hacia el suyo.
—Yo.
Sus ojos se abrieron.
—Alexander ¿cómo?
—Soy un Cain, Amelia —respondí con una sonrisa oscura— Y ellos se olvidaron de lo que eso significa.
La tomé entre mis brazos. Su piel caliente contra mi pecho frío.
—No sos un simple aristócrata — murmuró ella— Sos…
—Un hombre al que le quitaron todo —completé— Y que ahora encontró algo que no piensa perder.
Sus dedos se aferraron a mi nuca. Yo la acerqué más.
—¿Lo destruíste todo por mí? —preguntó, con lágrimas silenciosas.
—No —susurré en su oído— Lo destruí por nosotros.
Entonces un ruido sonó en mi celular satelital. Un mensaje entrante.
De: Adriel
¿Qué hiciste, hermano?
Sonreí. Un tipo de sonrisa que ni yo reconocía. Le respondí con una sola frase:
Aprendí a jugar tu juego. Pero yo sé ganar.
Amelia me miró.
—Alexander ¿esto ya terminó?
La abracé más fuerte. La oscuridad detrás de mis ojos habló antes que yo:
—No, amor. Esto recién empieza.