ADRIEL
El edificio ya no imponía respeto. Vidrios rotos. Guardias discutiendo entre sí. Pantallas apagadas. Telefonía caída. Un caos silencioso. La organización, esa que se creía eterna, intocable, apestaba a miedo.
El pasillo principal estaba vacío cuando crucé. Nadie me paró. No por respeto. Por otra cosa. Por esa mezcla de odio y desprecio que queda cuando el perro fiel deja de ser útil. Las puertas de la sala principal estaban abiertas de par en par.
Entré. Los cinco directivos estaban ahí.
Sin corbatas. Sin sus sonrisas arrogantes.
Con el maquillaje corrido, el cabello fuera de lugar. Humanos, por primera vez. Había papeles tirados por el suelo. Laptops abiertas con pantallas en rojo.
“Fondos congelados.”
“Cuenta bloqueada.”
“Investigación judicial abierta.”
“Embargo inminente.”
La palabra ruina flotaba en el aire. Y en medio de todo, la mujer la misma que me había humillado clavó en mí una mirada helada.
—¿Estás satisfecho, Adriel?
—¿Qué…? —fruncí el ceño.
—Todo se está desmoronando —escupió uno de los hombres, con la camisa abierta y la cara sudada— Cuentas, contactos, contratos, protección política. Todo. Al mismo tiempo.
Otro, más viejo, golpeó la mesa con el puño.
—Y todo apunta a lo mismo: OPERACIONES VINCULADAS A LOS CAIN.
Cain.
El apellido cayó como una campana de hierro. Mis manos se cerraron en puños.
—Él lo hizo… —susurré.
La mujer se inclinó hacia delante.
—Tu hermano —su voz tenía veneno— actuó como uno de los nuestros. Pero lo hizo mejor. Sin dejar rastros. Sin testigos. Sin un solo error.
Sus ojos se llenaron de odio.
—Y vos….vos dejaste que se te escapara. Dos veces.
El ridículo fue explícito.
—Yo no fui quien subestimó a Alexander —escupí— Ustedes lo dejaron salir con vida.
Ustedes lo formaron. Ustedes creyeron que podían controlarlo.
El más viejo se levantó de golpe y señaló hacia mí.
—Y vos deberías haberlo traído de rodillas —rugió— Era tu hermano. Tu responsabilidad. Tu misión.
Hubo un silencio tenso. Hasta que la mujer habló, cortante:
—Adriel, ya no confiamos en vos.
Esa frase me atravesó.
—¿Qué quieren decir?
—Que no sos un activo —dijo uno de ellos, sacándose el reloj como si eso le pesara—
Sos una pérdida. Un error de cálculo.
Hubo un murmullo. Alguien susurró la palabra: prescindible. Las risas suaves me rodearon. Humillación pura. Yo, que había sido su arma favorita. Yo, que había hecho el trabajo sucio durante años. Yo, que había obedecido órdenes que partieron mi alma…
Ahora era un chiste. Un perro viejo rodeado de hienas. Cerré los ojos un segundo. Y vi a Alexander con su mano en mi cuello, susurrándome:
Yo sé ganar.
Cuando abrí los ojos, ya no había ruego en mi voz. Solo furia fría.
—¿Qué planean hacer? —pregunté.
El más viejo sonrió, pero no había crueldad en su gesto. Solo agotamiento.
—Lo que hacemos con todo lo que deja de servir.
Un disparo sonó en alguna parte del edificio. Luego otro. Y otro. No eran ensayos. No eran advertencias. Eran ejecuciones. La organización empezaba a limpiarse a sí misma. La mujer apoyó el mentón en una mano.
—Te sugiero que corras antes de que decidan empezar por vos.
La risa colectiva fue más hiriente que cualquier bala. Di un paso atrás. Por primera vez en mucho tiempo Adriel no tenía a dónde pertenecer. No tenía a quién servir. No tenía un lugar en el mundo. Todo lo que quedaba…
Era el hermano al que había intentado destruir. Y la mujer a la que ese hermano amaba tanto como para incendiarlo todo.
Amelia.
El nombre me ardió en la garganta. Yo también había perdido algo cuando ella apareció. Algo que nunca tuve: la fantasía de ser amado así. Giré sobre mis talones y salí de la sala. No por obediencia. Por supervivencia. Mientras las paredes del imperio se desmoronaban, una idea me golpeó con la fuerza de un accidente:
Alexander ya no está a mi altura. Está muy por encima. Y eso….Eso podía ser mi condena. O mi única salvación.
ALEXANDEREl informe llegó en silencio. Un archivo encriptado. Un mensaje corto de uno de mis contactos:
Tal como pediste. Colapsan. Se devoran entre ellos.
Lo leí sin sorpresa. La organización estaba perdiendo todo lo que creía eterno. Dinero.
Blindaje. Respeto. Miedo ajeno. El monstruo se estaba comiendo solo. Y yo había encendido la mecha. Amelia estaba en la cocina de la cabaña, con el pelo revuelto y mi camisa puesta, preparando café como si no estuviéramos al borde de una guerra.
La escena era tan íntima, tan hermosa que casi dolía. Me acerqué en silencio. La rodeé por detrás. La abracé por la cintura. Apoyé el mentón en su hombro. Ella sonrió sin girarse.
—¿Lo lograste? —susurró.
—Están cayendo —respondí, besándole la piel donde el cuello se encontraba con el hombro— Uno por uno.
Ella apoyó su mano sobre mi brazo.
—Entonces ya estamos a salvo.
Me quedé en silencio. Ese silencio la hizo tensarse.
—Alexander… —giró un poco el rostro, intentando ver mi expresión— Decime que sí.
—Estamos más seguros que ayer —dije, sin mentir— Pero mientras el líder siga respirando, esto no termina.
Ella apoyó el tazón de café en la mesada. Se giró completamente. Sus manos fueron a mi rostro.
—¿Qué pensás hacer?
Mi voz salió baja, oscura, firme.
—Ir a buscarlo.
Ella parpadeó.
—¿Solo?
—Nunca más vuelvo solo a ningún infierno —respondí, bajando la cabeza hasta rozar su nariz con la mía— Pero tampoco voy a llevarte al frente.
—No hace falta que vaya al frente —dijo, con calma— Solo no me dejes atrás.
Esa frase me atravesó el pecho.
—Amelia…
—Te amo —me cortó, sin temblar— Y no voy a quedarme escondida, fingiendo que el mundo no se está derrumbando, mientras vos te jugás la vida por los dos.