Dueño De Mi Silencio

La tentación del trono oscuro

ALEXANDER

El aire dentro de la casa olía a madera vieja, polvo y muerte antigua. No una muerte física.
Una muerte simbólica. La que queda cuando un lugar devora la humanidad de quienes pasan por él. El líder supremo seguía sentado, tranquilo, cruzando una pierna sobre la otra. El vaso en su mano brillaba con el reflejo tenue de la lámpara. Yo no me moví.Él tampoco. Éramos piezas en un tablero donde, por primera vez, él no tenía ventaja.

—Te ves distinto, Alexander —dijo, saboreando mi nombre como si fuera un vino caro —Distinto a cuando eras niño.

Apreté la mandíbula. Niño. La palabra me envenenó.

—No vine a hablar del pasado —respondí.

—Oh, pero deberías —dijo él, inclinándose hacia adelante— Después de todo, es el pasado lo que te hizo fuerte y es el pasado lo que te puede destruir.

Sus ojos, grises y fríos como acero, se clavaron en mí.

—Mataste a tus carceleros sin pestañar.
Destruiste nuestras cuentas. Rompiste nuestra red en menos de una semana. Hiciste que gobiernos enteros nos dieran la espalda. Y todo eso —sonrió— por una mujer.

Mi sangre se volvió un hilo de fuego.

—No la nombres —susurré.

Él alzó una ceja.

—¿Por qué?¿Porque sabés muy bien lo que significa para vos? ¿Porque por ella estás dispuesto a quemar el mundo?
¿O porque temés que algún día ella vea lo que realmente sos?

Di un paso hacia él. Uno solo. Y bastó para que su sonrisa creciera.

—Ahí está —murmuró— El monstruo que crié.

Mi voz salió baja, mortal:

—Vos no me criaste. Vos me rompiste.

—Y te volví más fuerte —respondió, sin perder la calma— Mirá lo que hiciste. Adriel jamás logró tanto.

No respondió con odio sino con orgullo. Y eso me heló.

—Te traje aquí —dijo él, bebiendo un trago— porque quiero que entiendas algo, Alexander.
Todo esto —abrió los brazos— te pertenece.

Me quedé quieto. Él continuó:

—La organización está en ruinas. Nuestros enemigos huelen sangre. Nuestros aliados se han vuelto cobardes. Adriel está quebrado.

Hizo una pausa.

—Pero vos vos naciste para esto. Para liderar.
Para dominar. Para ser obedecido. Para que el mundo tiemble cuando caminás.

Mi voz se afiló.

—No vine a ocupar tu lugar.

—Mentís —respondió con calma absoluta—
Porque, aunque no quieras admitirlo te criamos para esto. Para ser el rey de las sombras. Para gobernar desde donde nadie puede desafiarte.

Apreté los dientes. Amelia pasó por mi mente como un rayo de luz. Ella. Su risa tímida. Sus ojos llenos de fe. Sus manos curando mis heridas. Su amor quemando las grietas más profundas que yo tenía. Y su voz, suave, diciendo:

No fui hecha para ser un secreto, Alexander. Fui hecha para estar a tu lado.

La oscuridad del líder se estrelló contra el recuerdo de ella. Él lo notó.

—Ah —exhaló, sonriendo— La chica.

Se incorporó. Cada movimiento suyo era calculado, elegante, venenoso.

—Te propongo un trato.

El corazón se me detuvo un segundo.

—Quedate con nosotros —dijo, con voz casi amable— Dirigí la organización. Traeme a Adriel. Y a cambio…

Su sonrisa se volvió fina.

—Voy a dejar a tu mujer con vida. Y lejos de nuestras manos.

Mi respiración ardió como un hierro caliente dentro de mis pulmones.

—Vos no la vas a tocar —susurré.

—Tal vez no yo —respondió él— Pero otros lo harán. A menos que aceptes tu destino.

Mis manos se cerraron en puños.

—Ella controla tus decisiones —continuó— Es tu punto débil. Tu talón de Aquiles. Por eso la quieren. Por eso la buscan.

Se inclinó hacia mí, como si compartiera un secreto.

—Vos podés salvarla, Alexander. Pero solo si ocupás mi lugar.

Silencio absoluto. Mi corazón golpeó dos veces. Nada más. Amelia. Su nombre me ardió detrás de los dientes.

¿Salvarla? ¿A cambio de convertirme en el monstruo que ella jamás podría amar? ¿A cambio de volver al infierno del que había escapado?

No. No. Porque había algo que este hombre nunca entendió: Ella no era mi debilidad. Era mi fuerza. El líder esperó. Calmo. Soberbio.
Convencido de que yo iba a ceder. Me observaba como si ya supiera la respuesta. Entonces hablé.

—No voy a ocupar tu lugar.

Sus ojos se entrecerraron.

—¿Y por qué no?

Le sostuve la mirada. Firme. Oscura. Letal.

—Porque prefiero destruir tu trono que sentarme en él.

El hombre dejó escapar una risa suave.

—Sabía que ibas a decir eso. Y por eso…

Abrió un cajón a su lado. Sacó un objeto pequeño, metálico. Un comunicador.

— tampoco vine a negociar.

Su dedo presionó un botón. La señal se activó. Un pitido corto. Y la voz del líder, clara, resonó en todo el edificio:

Traigan a la chica.

El tiempo se detuvo..Mi sangre se congeló. Mi corazón dejó de latir por un segundo que pareció eterno. No. No. NO. Amelia estaba a dos cuadras. Esperándome. Sola. Mi respiración se volvió un rugido.

—Te advertí —dijo él— Tu única debilidad es ella.

Y entonces añadió:

—Y la acabamos de encontrar.




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