ALEXANDER
Los hombres con máscaras aparecieron como sombras.bEl líder sonreía detrás de ellos, creyendo que tenía el control. Lo miré.
Y supe que él ya estaba muerto. Solo no lo sabía todavía. Los guardias avanzaron.
Perfectos. Sincrónicos. Pero yo no sentí miedo. Sentí algo más profundo. Algo que había estado dormido durante años. Un placer frío, oscuro, afilado. Un alivio tan intenso que me recorrió las vértebras.
—Alex —susurró Adriel, tensando los puños—
¿Estás sonriendo?
Sí. Sonreía. Sin una pizca de culpa.
—Vamos a terminar esto —dije.
Y entonces cargamos. No hubo batalla. No hubo esfuerzo. No hubo dudas. Los hombres cayeron uno tras otro como hojas arrastradas por un viento letal. Adriel era rápido.bElegante. Preciso. Pero yo…
Yo era otra cosa. No era humano. No era arma.bEra decisión pura. Era la voluntad de destruir algo que jamás debió existir. Uno intentó apuntarme. Le arrebaté el arma antes de que sus dedos tocaran el gatillo. Otro vino por mi espalda. Lo derribé sin mirarlo. No necesitaba mirar. Podía sentirlos.
Podía oler su miedo. Podía anticipar cada movimiento con una claridad deliciosa. Sí, deliciosa. Ese era el sabor: la dulzura fría de saber que nadie en ese edificio estaba a mi altura.
Que ningún experimento, ningún entrenamiento, ninguna orden podía doblegarme.
—Caen como muñecos — dijo Adriel, casi sorprendido.
Me reí. Una risa baja, gutural.
—Porque eso son.
Uno de los guardias intentó huir. Lo dejé correr tres pasos. Solo para disfrutar el instante en que se daba vuelta y me veía detrás suyo, implacable, sin aliento que gastar. Ese instante ese microsegundo en que comprendían que no tenían salvación.
Ese era mi placer. Mi victoria.bMi derecho. Cuando todos los guardias quedaron en el piso, Adriel y yo giramos hacia la plataforma central. El líder estaba allí. Quieto. Inmóvil. Ahora sí tenía miedo. Un miedo que intentaba disimular levantando la barbilla.
—No podésn— balbuceó — No podés matarme. Soy el único que sabe activar tu código. Soy el único que puede proteger a...
—Mi código no existe —lo interrumpí— Al menos no como pensás.
Él abrió los ojos. Yo caminé hacia él, despacio, disfrutando cada paso. Cada latido. Cada fragmento de su terror.
—Todo lo que dijiste —susurré inclinándome—
fue un intento barato de controlarme.
—¡Es cierto! —gritó—
¡Todo es verdad! ¡Tu padre! ¡Tus genes! ¡Tu sangre es—
—Mi sangre no te pertenece —dije.
Y en ese segundo sentí una descarga. No eléctrica. No física. Era una descarga emocional, potente, liberadora. La certeza de que estaba cortando, por fin, el último hilo que me unía a esa vida enferma. Mi voz salió tan baja que apenas era un murmullo.
—Vos no me hiciste. Vos no decidís quién soy. Vos no tenés poder sobre mí.
La expresión del líder cambió. No a defensa. A desesperación.
—No… no lo hagas….Alexander, escuchame…
Ya no escuchaba. Ya no quería escuchar. Todo lo que alguna vez pesó sobre mis hombros expectativas, culpa, órdenes, miedo se desprendió como polvo. Y entonces, sin violencia gráfica, sin arma visible, sin necesidad de contacto explícito acabé con él.
Rápido.
Seco.
Definitivo.
Y el alivio que me recorrió fue puro. Profundo. Un descanso que no había sentido jamás. No felicidad. No celebración. Liberación..Adriel exhaló un suspiro largo.
—Te… te ves diferente —murmuró.
Yo levanté la cabeza.
—Porque soy libre.
AMELIALa puerta se abrió. Yo estaba contra el cristal, aún con las manos temblorosas. Y entonces lo vi entrar. Alexander. Pero no el Alexander quebrado de minutos antes..No el hombre que se castigaba, que se dudaba, que cargaba cadenas invisibles. No. Entró un hombre nuevo. Liberado. Oscuro. Gigante. Hermoso de una forma peligrosa. Su respiración era profunda. Sus ojos, intensos.
Su aura… su aura era como fuego contenido.
Pero cuando me vio, todo eso se derritió. Sus facciones se suavizaron. Sus hombros cayeron. Sus ojos perdieron filo. Era como si mi sola presencia lo devolviera al mundo humano.
—Amelia —dijo, aliviado.
Yo corrí hacia él. Las puertas se abrieron y me lancé a sus brazos..Él me levantó sin esfuerzo, envolviéndome en un abrazo que me dejó sin aire.
—¿Estás bien? —me susurró contra el cabello.
—Sí —murmuré— Pero vos ¿vos estás bien?
Alexander no respondió de inmediato. Me apretó más fuerte.
—Ahora sí.
Adriel carraspeó.
—Odio interrumpir su momento, pero ¿hacemos explotar este lugar o qué?
Yo me aparté apenas de Alexander para mirarlo. Y vi algo en sus ojos.
Gratitud.
Dolor.
Y amor.
—Incendiemos todo —dijo él.
EL FUEGOLos tres caminamos por los pasillos dejando gasolina y alcohol. Los cables chispeaban. Las luces parpadeaban. Era un edificio enorme, pero sentía cómo cada rincón se doblegaba ante nuestra presencia. Adriel tiró un fósforo encendido. Alexander me tomó de la mano. Y el infierno nació detrás nuestro. Llamas. Explosiones. Columnas colapsando. El fuego devoraba cada archivo, cada laboratorio, cada sombra de nuestro pasado.
Y yo entendí algo: Alexander no solo destruía un edificio. Destruía la versión de sí mismo que esa gente había intentado fabricar. Cuando llegamos al exterior, el bosque se iluminó con un resplandor anaranjado.
Adriel se quedó atrás, observando. Alexander me giró hacia él. Yo levanté la mano y acaricié su mejilla. Su piel estaba caliente. Su respiración temblaba.
—¿Lo sentís? —le pregunté— Todo terminó.
Alexander me miró con los ojos más humanos que le había visto en mi vida.
—No terminó —susurró— Recién empieza.
Y entonces me besó. Un beso lento, profundo, lleno de calor y de alivio. No era un beso de victoria. Era un beso de renacimiento. De amor salvaje. Oscuro. Verdadero.