Dueño De Mi Silencio

Silencio, piel y cenizas

AMELIA

Tres horas después, el incendio era solo un resplandor lejano entre los árboles. Alexander no había soltado mi mano ni por un segundo. Adriel nos dejó frente al portón de hierro de la mansión Cain y se marchó sin mirar atrás, murmurando algo sobre necesitar dos botellas, una cama y cero humanos.

La mansión estaba silenciosa. Tan silenciosa que se escuchaba mi respiración acelerada y la de Alexander mezclándose en el aire frío. Apenas cruzamos la puerta, él se detuvo detrás de mí. No dijo nada. No tenía que hacerlo. Sentía su mirada quemándome la piel, recorriéndome como si quisiera memorizar cada línea de mi cuerpo, asegurarse de que estaba realmente ahí, viva, intacta, suya. Sus dedos tocaron mi cintura. Solo eso. Un roce. Y mi cuerpo tembló.

—Necesito tenerte cerca —susurró él, voz profunda, ronca por la furia, el miedo y el deseo acumulado— Necesito comprobar que nada te lastimó. Que estás conmigo. Que no te perdí.

Me giré lentamente. Él se veía distinto. Relajado pero intenso. Oscuro pero cálido.
Fuerte pero vulnerable. El hombre que destruyó una organización entera sin pestañear ahora temblaba al rozar mi mejilla.

—Alexander —susurré— Estoy acá.

Su alivio fue tan inmenso que se transformó en algo más. Algo que ardía. Mis dedos recorrieron su mandíbula. El pulso le golpeaba allí, frenético.

—Amelia — dijo apenas, como si pronunciar mi nombre fuera una plegaria.

Y entonces me besó.

ALEXANDER

No recordaba haber besado así jamás.
No recordaba haber necesitado a alguien con tanta urgencia y, al mismo tiempo, con tanta delicadeza. Su boca era un mapa. Uno que había deseado seguir desde el primer día.

Suave.
Tibio.
Vivo.

Una vida entera después de la oscuridad. Mi mano se deslizó por su espalda, lentamente, sin prisas, como si acariciar su piel fuera un privilegio que todavía temía perder. Ella me rodeó el cuello. Sus labios se abrieron bajo los míos. Su pecho se movía rápido contra el mío.

—Te deseé incluso en los peores momentos —murmuró ella entre beso y beso.

Cerré los ojos. Mi frente quedó apoyada en la suya.

—No digas eso — susurré, rozando su boca de nuevo — Me vas a volver loco.

Ella sonrió un poco. Esa sonrisa, esa sonrisa me desarmó más que cualquier arma. La levanté entre mis brazos. Su risa suave me quemó por dentro.

—Alexander — dijo contra mi cuello.

—Shh —murmuré— No tenés que decir nada.
Solo dejame estar con vos.

La llevé por el pasillo iluminado apenas por la luz del jardín. El silencio de la mansión era un refugio. Uno que nunca pensé tener. La dejé en la cama, despacio, como si fuera una joya peligrosa y perfecta al mismo tiempo. Ella extendió la mano y me atrajo hacia sí. No había desesperación. No había urgencia violenta. Había hambre. Mutua. Inevitable.

Mi boca recorrió su cuello. Su respiración tembló en mi oído. El sonido más hermoso que escuché en mi vida. Sus dedos se enredaron en mi cabello y sentí cómo su cuerpo buscaba el mío, cómo su piel ardía bajo mis manos, cómo su alma entera se abría para mí sin miedo.

—Te amo —susurró.

Ese fue el golpe final. El que me destruyó. El que me reconstruyó. El que me convirtió en algo más que la sombra que había sido.

—No sabés lo que eso significa para mí —respondí, dejando un beso sobre su clavícula— No sabés cuánto te necesitaba.

La habitación se volvió un susurro de pieles, caricias lentas, respiraciones entrecortadas.
Un lenguaje sin palabras, hecho de movimientos suaves, roces eléctricos, miradas que ardían más que cualquier fuego. Esa noche no hubo dolor. Ni miedo.
Ni fantasmas.

Esa noche solo existimos ella y yo. Amelia y Alexander. Dos almas reconstruyéndose con las manos, con la boca, con el cuerpo entero. Una noche larga, luminosa y profundamente oscura. El tipo de oscuridad que no destruye sino que devuelve la vida.

Cuando su respiración se calmó y quedó acurrucada contra mi pecho, yo pasé la mano por su espalda desnuda. Ella murmuró algo, medio dormida.

—¿Qué decís? —susurré, besándole la frente.

—Que por fin — dijo con voz suave —estamos donde pertenecemos.

Cerré los ojos. Y por primera vez en años dormí en paz.




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