Dulce Atadura (el Amor De Mis Vidas#1)

Capítulo 41

¿Conoces a las familias de alma? Son aquellos que llegan a tu vida, sin tener ningún lazo de sangre, raza o modo de pensar. Conectas con ellas en un rango más alto; de vibraciones similares y energías afines. El reconocimiento es instantáneo y el encuentro efímero se vuelve duradero.

—¡Feliz cumpleaños! — Gritan todos al unísono.

Elisabeth aplaude al ver a todos reunidos en su cuarto con un hermoso pastel color amarillo. Elliot —quien es el que sostiene el papel— se acerca al pie de la cama y se sienta frente a ella para que pueda apagar la vela. La rubia sopla y sonríe emocionada ante la algarabía de todos.

—¡Gracias! — exclama.

—¿Pediste un deseo? —Inquiere Andrómeda.

—Papá siempre dice que los deseos son para los ilusos —Andrómeda no disimula su mirada de reproche mientras que el hombre en cuestión asiente orgulloso.

—Los deseos no son para ilusos. Nos muestran lo que realmente queremos en nuestra vida y son un impulso para ayudarnos a alcanzarlo. Pide uno. Volveré a encender la vela.

Elisabeth sonríe. Junta sus manos, cierra sus ojos y respira profundo. Cuando Andrómeda enciende la vela y le dice que ya puede pedir su deseo, ella asiente.

— Desearía que mamá estuviese aquí —Dice y sopla con suavidad.

El ambiente cambia repentinamente. Todos los presentes guardan un sepulcral silencio y el rostro de Elliot se torna sombrío. Andrómeda intenta aligerar la situación con una sonrisa nerviosa.

—Debes alistarte, tu padre y yo te llevaremos a un lugar increíble.

Elisabeth salta de la cama para alistarse mientras el resto sale de la habitación. Entre esos está Elliot, quien evidentemente no está contento. Andrómeda decide marcharse también y lo detiene antes de que baje de las escaleras.

—¿Estás bien? —Le pregunta, preocupada.

—Sí, estoy bien. Será mejor que vayas a prepararte también.

—No me lo estás preguntando, pero considero que deberías hablar con ella. Elisabeth ya está grande y creo que ella comprendería la verdad sobre—

—Ni siquiera menciones el asunto. —Espeta—. Está prohibido hablar del tema en esta casa y es impensable lo me dices. Será mejor que también vayas a prepararte, Andrómeda. Estaré en el comedor.

Baja las escaleras sin darle oportunidad de replicar. Andrómeda suspira, cansina. Comprende que el rencor que Elliot siente hacia su madre es demasiado grande como para permitir que se acerque a Elisabeth. Después de todo, él es la persona que se ha encargado de cuidarla y protegerla todos estos años y sería contraproducente presentarle a la responsable de sus heridas debido a su abandono.

Sin embargo, Elliot debía entender que las personas cambiaban.

¿No lo había hecho él?

Decide no seguir presionándolo. Aceptar y ceder es difícil, más aún cuando se trata de Elliot. Debe ir despacio.

Han reservado una mesa en uno de los restaurantes más antiguos de la ciudad. Elliot luce más relajado ahora que se encuentran los tres compartiendo en un lugar enteramente familiar. Al lado de su mesa hay una pareja comiendo con sus dos pequeños hijos. Andrómeda los observa y sonríe, ilusionada.

Elliot hablaba con Elisabeth sobre las responsabilidades de volverse mayor cuando nota que su esposa se haya mirando embelesada hacia una de las mesas. El brillo que hay en sus ojos le genera curiosidad y mira en la misma dirección. Sonríe al ver de qué se trata.

Las ganas de tomar su rostro, besarle y decirle que pronto tendrán un cuadro similar se incrementan. Quiere compartir su felicidad con ella, pero —para su pesar— debe dejar que ella se dé cuenta por sí sola de su estado.

No le aterra la idea de tener hijos. Había criado a Elisabeth y no había nada que lo hiciera más feliz que tener un hijo con la mujer que amaba, pero sí había sentido la certidumbre de cómo se lo tomaría Andrómeda una vez que se enterara. Ahora que la veía con esos ojos tan risueños viendo aquella familia, sentía que todo saldría bien.

El mesero llega a su mesa para tomar sus pedidos. No puede evitar sonreír al ver la cantidad de comida que Andrómeda pidió junto con dos postres. Cuando terminan de comer, ambos se enzarzan en una pelea por quién va a pagar la cuenta. Después de una distracción hecha por Elisabeth, Andrómeda termina pagando y decidiendo también cuál será el próximo lugar qué visitar.

—¿Sigues enojado?

Elliot bufa, caminando de brazos cruzados y con el ceño fruncido. El parque de diversiones está hasta el tope de personas, ya es de noche así que las atracciones iluminan con luces de luces de colores el ambiente, dándole un aire de ensueño. Hay algodones de azúcar, manzanas acarameladas, palomitas de maíz y peluches por doquier. El sonido de las máquinas, los gritos y las carcajadas entusiasman a Andrómeda y a Elisabeth.

Por otro lado, Elliot está haciendo uso de toda su paciencia para no pegar un grito al cielo. Odia el ruido, rodearse de gente, la excesiva cantidad de luces, rodearse de tanta gente de dudosa higiene y, sobre todo, odia la falta de seguridad que hay en los parques de diversiones. No le parece un lugar apropiado para su hija y para su esposa embarazada.

—¿No es fantástico, Elliot? Hace mucho que no venía a un parque de diversiones y Elisabeth me dijo que nunca la trajiste a uno.

—Ahora recuerdo la razón.

—¡Andrómeda mira eso! — exclama Elisabeth, señalando la gran montaña rusa.

La máquina asciende lentamente, el sonido mecánico de los engranajes encajando entre avisan la prontitud del descenso. El sonido cesa y segundos después los vagones descienden estrepitosamente, pasando curvas y dejando de cabeza a la gente que se encuentra en el juego mecánico.

—¡Genial! Hay que subir.

Elliot palidece.

— No, de ninguna manera se subirán en esa cosa.

—¿Qué? ¿Por qué? —Inquiere Elisabeth, desanimada. Andrómeda lo observa confundida.




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