Dulce Destino

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PRIMERA PARTE

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30 años atrás

 

Sandra Santos sólo tenía diecinueve años cuando pisó suelo americano.

Una amiga de su abuela materna la había contactado cuando se enteró de que ésta última estaba gravemente enferma, así que le había propuesto irse con ella a trabajar a Estados Unidos luego de que le fallara.

Sandra así lo había hecho, pero el trabajo que ella esperó era totalmente diferente a éste que le proponían. La amiga de su abuela quería hacerla una prostituta.

¿Qué podía hacer? No era capaz siquiera de imaginarse usando esos vestidos tan descarados y llamativos para apostarse en las calles y atraer y seducir clientes, mucho menos se imaginaba desnuda y permitiendo que hombres desconocidos pasearan sus ávidas manos por todo su cuerpo, que, entre otras cosas, nunca había sido visto desnudo por ningún hombre.

Era una chica de pueblo, una muy inocente, aunque no demasiado ingenua. Y era bonita.

Ser bonita se convirtió en su cruz.

Con el poco dinero que traía fue capaz de pagar una semana de alquiler en una pensión donde había disponible una diminuta habitación. La anciana que lo dirigía parecía bastante estricta, pero también considerada ante el infortunio de esta chica.

¿Qué podía hacer una joven sin estudios, que no hablaba bien el idioma, y sin dinero? Volver a su tierra ya no era una opción, no sólo carecía de medios, sino que, ¿a qué volver? Nadie la esperaba allá, ni familia ni amigos; se había despedido de todos con la esperanza de empezar una nueva vida aquí.

Aparte de prostituirse, no tenía otra alternativa: ser la sirvienta de alguna casa de ricos. Pero las señoras de esas casas le echaban una mirada y la descartaban. Demasiado bonita, demasiado llamativa. Su trasero invitaría al señor de la casa, o a los señoritos, a ofrecerle atenciones que ellas no querían que se les diese. 

Sin embargo, la acuciante necesidad de encontrar un empleo y empezar pronto a ganar dinero la impulsó a no rendirse. No tenía alternativas, y esa tarde recogió el diario que un sin—techo sacó del caneco de la basura de un parque para mirar las ofertas de empleo. Curiosamente, había una oferta que estaba subrayada, como si alguien antes la hubiese tachado. Era para trabajar en la limpieza de una casa que, imaginó, no estaba cerca de los barrios que últimamente había frecuentado. 

New Jersey tenía barrios realmente elegantes, casas enormes con jardines inmensos y que necesitarían mucho personal para mantenerse limpias. 

Dobló el periódico y lo puso bajo su brazo, y en su escaso inglés, preguntó cómo llegar a la dirección. La mujer del puesto de revistas que le explicó le dijo que a esos sitios no entraban los autobuses, pero que había uno que la dejaría a una distancia caminable.

Ella lo tomó.

Para entrar a la mansión tuvo que anunciarse en una portería, dejar un documento y ser revisada de pies a cabeza con un sensor. Luego tuvo que caminar otro tramo bastante largo, de caminos que conducían a otras casas muy elegantes y de extrañas arquitecturas hasta llegar a la que indicaba el diario.

Era preciosa, con algunas partes pintadas en blanco y otras en negro, de dos niveles, grandes ventanales, y un jardín precioso. A la entrada había un lago que supuso se congelaba en invierno. Un camino flanqueado de pinos conducía hasta su entrada y por él anduvo. Sus pies ardían ya, pero llegó por fin a la entrada. 

¿Dónde debía llamar? Había aprendido que a los ricos les molestaba que la gente de baja categoría llamara a la puerta principal. Al parecer, ese espacio estaba reservado sólo a los invitados.

Afortunadamente, un anciano, que parecía ser el jardinero, se ocupaba de unos setos. Ella se le acercó y lo saludó.

—Me preguntaba…

—¿Vienes por el aviso? –preguntó el hombre. Sandra procesó la frase en inglés lo más rápido que pudo y sonrió asintiendo—. Bien, sígueme.

Caminó tras él y, como se temía, el anciano la condujo a través de la entrada trasera de la casa. 

—Hay… —empezó a decir Sandra, luego reformuló su pregunta— ¿Quién es la señora de la casa? Hay niños, adolescentes o…

—No hay ni señora, ni niños, ni jóvenes. Sólo el señor.

—Ah… vaya—. Entraron a la mansión, y Sandra se preguntó por qué la habían traído a la sala. Se había imaginado que la llevarían a la cocina, o a algún sitio del personal de servicio—. Puedes sentarte –dijo el anciano.

—¿Yo? ¿Sentarme? ¿Aquí?

—El señor rara vez viene por este lado de la casa, y, además, ahora no se encuentra. Maggie te entrevistará.

—¿Maggie?

—El ama de llaves.

—Ah—. Sandra se sentó entonces, y se tomó la libertad de masajear un poco sus pantorrillas.

Estuvo allí más o menos un minuto, hasta que una mujer de piel oscura y cabellos rizados entró. Sandra se puso en pie al instante y la detalló. Le llevaba al menos diez años, pero se veía muy joven.

—Mi nombre es Maggie –se presentó la mujer—. Soy el ama de llaves de esta casa. ¿Tienes alguna recomendación? –Sandra se mordió el interior del labio, no sólo estaba el problema que no le entendía todo, sino que lo poco que entendía, no le alegraba mucho. Ella no traía recomendación de ningún tipo, escasamente estaba en el país de forma legal.




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