Dulce Renuncia

2

Ese domingo por la tarde, David se vistió con pereza. Con un poco de suerte, este sería su última noche en el bar y servir tragos pasaría a la historia. Mañana sería su primer día de trabajo en una importante empresa.

Se subió los pantalones lentamente, y se puso frente al espejo sin mirarse. Michaela entró a su habitación sin llamar primero, así que fue una fortuna estar decente.

—Un día de estos –le dijo—, me vas a encontrar desnudo y te vas a llevar el susto de tu vida—. Ella rio descarada.

—Eres mi hermano, nada de ti me asusta.

—No estés tan segura—. Por el rabillo del ojo, la vio sentarse frente al PC, conectarse a internet e ir directamente al Facebook. Ella no tenía un teléfono inteligente, así que seguramente se estaría allí por horas; y sin él para vigilar, se acostaría a dormir justo cuando él llegara de su trabajo nocturno.

No dijo nada, al fin, que no serviría de nada. A Michaela todavía le quedaba una semana de vacaciones antes de enfrentarse a su último año antes de graduarse, y luego, ella debía entrar a la universidad y hacer una carrera, como su hermano mayor.

Cerró sus ojos al pensar en eso.  Sus padres habían muerto hacía ya diez años. Cuando sucedió aquello, él tenía dieciséis, y Michaela siete. El accidente no había sido culpa de su padre, más bien del conductor del otro vehículo, y su seguro de vida los había ayudado muchísimo en aquella época, pero lamentablemente, le había dado para el estudio de uno, no de los dos, y el dinero se había acabado.  

Luego de quedar huérfanos se habían venido a vivir con la abuela Agatha a este edificio.  Era viejo, y bastante destartalado, pero con la pensión de la abuela y luego su exiguo salario, se habían podido mantener. El apartamento en el que vivían era de dos habitaciones, una la ocupaban Michaela y Agatha, y en la otra estaba su estrecha cama compartiendo espacio con la mesa del computador, pues en la sala no cabía. En cuanto cobrara su primer cheque, tenía pensado irse a otro lugar, uno más céntrico y más seguro.

Tenía unas cuantas deudas importantes, pues él había sido ambicioso y había hecho su soñado máster en economía, se había codeado con las personas adecuadas durante ese par de años, y ahora veía el fruto de su labor al ser contratado en un importante grupo empresarial dedicado a los farmacéuticos.

Sería un simple auxiliar contable, pero el sueldo le alcanzaría para cubrir sus gastos, y tendría la oportunidad de demostrar sus capacidades y ascender. Ah, cómo soñaba con sacar a sus mujeres de allí. Como soñaba con, algún día, ser capaz de mantener no sólo a su hermana y a su abuela, sino también… a una mujer.  Soñaba con eso, cada día.

Sus ambiciones eran simples, iban un poco más allá de vestir trapos caros, y conducir un coche digno, poder visitar bares costosos como en el que trabajaba ahora, y viajar; no, él quería una casa a la que pudiera llegar luego de un largo día de trabajo, mirar en derredor y ver que había valido la pena el esfuerzo.  Cuando llegaba a ese punto, una mujer entraba en esa soñada sala y le preguntaba cómo había sido su día.  Él le sonreía y le devolvía la pregunta. A veces, esa mujer no tenía rostro, ni estatura.  A veces, esa mujer era rubia, y tenía un increíble par de piernas largas.

—Desconéctate temprano de ese aparato –le dijo a su hermana mientras se ajustaba la camiseta de algodón dentro de sus pantalones. Michaela no hizo señas de haber atendido—. ¿Me escuchaste, Michaela?

—Sí, sí…

—¿Y me vas a hacer caso? –Michaela por fin se dignó a mirar a su hermano. 

—Sí.

—Bien.  No te creo ni un poco, pero igual me tengo que ir.

—Que te vaya bien –le sonrió Michaela mirando de nuevo la pantalla del ordenador.

David se acercó a su hermana, le cogió la cabeza muy despreocupadamente y le besó la frente. Adoraba a esa chiquilla, aunque a veces lo sacara de quicio.

Antes de salir, se acercó a la anciana atareada en la cocina y también se despidió.  Agatha lo miró preocupada hasta que salió por la puerta; no le gustaba nada ese trabajo. El hecho de que fuera en un bar, y por la noche, le ponía los nervios de punta. Consideraba que la ciudad estaba más llena de peligros hoy en día de lo que jamás se hubiese imaginado ella en sus tiempos, y su preciado nieto tenía que entendérselas con rufianes y borrachos todos los fines de semana.

David sabía que ella se preocupaba, pero hasta el momento no había podido hacer nada por cambiar esa situación; lo hacía desde hacía unos seis meses para terminar de pagar un montón de deudas, y, durante el mismo tiempo, no había tenido una sola noche, una sola tarde libre.  Desde mañana, sin embargo, tendría un horario decente, y los fines de semana para descansar.  Su sueldo le alcanzaría para sus obligaciones financieras y vivir más decentemente sin tener que buscar un empleo alterno. Por fin.

Esa noche saldría más temprano; era su última noche allí.  Ya lo había hablado con su jefe, que no estaba muy contento, pero no había tenido más opción que aceptar.  David quería algo más que llevar la caja en un bar de niños ricos y viciosos.

 

 

—Esto está atestado –dijo Marissa mirando en derredor.

Había venido esa noche con Nina, una de sus amigas de toda la vida, porque se había presentado en su casa y casi la había obligado a ducharse, vestirse y salir. Ahora estaban en la zona VIP de un lujoso bar de Jersey City. Desde su lugar, se veía a hombres y mujeres tocarse, restregarse, y un montón de cosas igual de obscenas. La música tecno retumbaba en las paredes y las luces de colores giraban en todas direcciones. Unos hombres, desde otra mesa, las miraban como si fueran el pastelito más exquisito de la panadería. Marissa estaba asqueada.




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