Dulce Verdad

1

—Parece que alguien intentó colarse –rio Marissa ocupándose del velo del vestido de novia de Diana para que entrara al auto que los llevaría al sitio de la recepción. Se hallaban a la salida de la iglesia, y aún había mucha gente allí viendo cómo se despedían los novios y se internaban en el auto.

—Pero la iglesia es un sitio público –dijo Meredith mirándola interrogante—. Cualquiera puede asistir a la ceremonia.

—Elegimos un día como este para que no hubiese intrusos, y aun así… 

—Ya decía yo que había más gente de la esperada –dijo David, mirando en derredor—. Pero como no conozco a ninguno, no sabría decir quién es quién.

—No exageres, conoces casi a la mitad –lo riñó Marissa echándole malos ojos, y él sólo sonrió ladeando su cabeza. 

Ya en la fiesta, los invitados se iban presentando uno a uno a la entrada para ser admitidos en el salón. Maurice entró solo, como era de esperarse, y miró alrededor con cierto desgano. Odiaba las fiestas de bodas. Todas seguían un protocolo que él odiaba; promesas de amor, de fidelidad, discursos de los mejores amigos, de los padres si estaban, y etc. Ni la mitad de esas promesas se cumplían.

Suspiró y se cruzó de brazos mirando todo con desdén. Vio a Marissa caminar de un lado a otro ayudando en la organización de todo. A pesar de que Diana había contratado personal para eso, ella prefería verificarlo todo por sí misma. 

Buscó el lugar donde posiblemente lo hubiesen ubicado a él entre las mesas. Esperaba que no fuera gente desagradable o que lo conociera de antes, pero entre todas estas personas, era bastante probable que esto ocurriera.

—¿Maurice Ramsay? –preguntó alguien a su espalda, y él se giró a mirar. Era una pareja asiática y asquerosamente rica que, desafortunadamente, lo conocían de antes.

—Señores Nakamura –saludó Maurice doblando levemente su cuerpo imitando el saludo oriental.

—¡Qué… sorpresa verte! 

—Sí, me imagino –sonrió él.

—Estamos felices de que estés aquí –dijo el señor Nakamura sonriendo, y Maurice lo miró con recelo.

—Gracias—. Los Nakamura se alejaron, y Maurice respiró profundo. Estaba sacrificando demasiado por Daniel Santos. Presentarse aquí era como gritar “He vuelto”, y aún no estaba seguro de querer hacer algo así.

—¿Maurice Ramsay? –dijo alguien otra vez a su espalda y él se volvió a girar torciendo los ojos, pero esta vez quedó pasmado. Esta era Stephanie, con su cabello rojo caoba brillante y rizado, sus pestañas largas, sus ojos claros y las pecas mal disimuladas con el maquillaje. ¡Stephanie!

No, no. Esto era tan sólo otra pesadilla, se dijo, y dio un paso atrás.

—Ho… hola, Maurice –dijo ella, y Maurice abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Ella lo miraba con sus ojos grandes y azules, con las mismas pintas más oscuras alrededor del iris, con las mismas cejas arqueadas y rojas; preciosa.

—Tú… tú…

—¿Podemos… hablar?

—Aléjate de mí –murmuró él, dando otro paso atrás y elevando su mano como si así pudiese detener una terrible amenaza—. ¡Aléjate de mí! –dio la espalda y salió corriendo. Se internó en los baños sintiendo que lo seguían, y cerró la puerta de uno de los cubículos que contenía un váter. Se le revolvió el estómago, y empezó a sudar frío. Sin poder evitarlo, empezó a trasbocar. Suerte que estaba frente a la taza. 

Stephanie aquí.

No, no, se repetía. Ella está muerta. Tú la viste muerta, desnuda; muerta y fría al lado de su amante. Tú la viste.

Sus cabellos rojos desparramados y húmedos, el rostro de pánico en el rostro, los ojos azules abiertos y llenos de miedo y terror. Ella estaba muerta.

Entonces ¿qué hacía aquí? ¿Por qué no lo dejaba en paz? Por Dios, ¿cuándo tendría él un poco de paz? ¿Lo perseguiría ese rostro hasta el último día de su vida? ¿Cuándo vendría el final de ésta para al fin descansar?

Al fin, poco a poco, un poco de razón logró filtrarse en su mente. Stephanie estaba tan muerta como una roca. Él sólo estaba teniendo alucinaciones, o estaba recreando su fantasma. 

Había leído libros al respecto. Libros con títulos tan obvios como: “¿Qué hacer luego de una gran pérdida?”, y si bien ninguno le dio la solución a su tristeza, se llenó la mente de teorías. Una de ellas decía que las personas luego de haber perdido personas muy importantes para ellos, solían verlos aquí y allá, sobre todo en espacios familiares, donde ambos habían estado antes. Pero esto no aplicaba aquí; él nunca había venido a este sitio. No tenía por qué ver el fantasma de su esposa muerta aquí.

—¿Maurice? –se escuchó la voz de David, y luego éste apareció al interior del cubículo—¿Qué te pasa, amigo? –Maurice no contestó nada, y David buscó una toalla de papel para secarle el sudor de la frente, lo sacó del cubículo de donde estaba y lo llevó a los lavabos—¿Comiste algo que te sentó mal?

—Vi… vi un fantasma –dijo Maurice al fin, y no se dio cuenta de la mirada de reproche que le lanzaba su amigo. 

—¿Necesitas que te lleve a algún lugar?

—No te salgas de la fiesta por mí. Dile a Daniel que lo siento, pero me tuve que ir.




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