Dulce Verdad

3

Maurice llegó a eso de las dos de la tarde al edificio con aire distraído. Estaba pensando en la ropa que necesitaba comprar y el tedio que le daba empezar a dar vueltas por las tiendas para ello. Pero ahora que debía proyectar la imagen de un próspero hombre de negocios, sus jeans y camisetas habían pasado a la historia. Tal vez también debía quitarse la barba. 

Se paseó las manos por ella sintiendo un poco de pesar; se había acostumbrado a llevarla, así que decidió posponerlo.

Al llegar al piso donde estaba su apartamento la vio, y de inmediato dio la media vuelta. Ella corrió a él.

—¡Por favor! –suplicó—. ¡Eres mi única esperanza! –Maurice se volvió a girar y caminó en derredor como si buscara algo—. ¿Qué… qué pasa?

—Estoy buscando las cámaras.

—¿Qué… cámaras?

—Las que has mandado instalar aquí, seguramente tomando el video de cómo me acosas para luego reírte a tus anchas con tus hermanas y amiguitas.

—No… No estoy tomando ningún video. 

—¿Entonces me estás diciendo que la prima más parecida a mi ex mujer viene aquí y me pide que me case con ella en serio?

—Yo te amo…

—¡Ya para con eso!! –gritó él—. Cada vez que escucho algo como eso salir de los labios de una mujer ¡siento náuseas! 

—Entonces no te lo diré más… ¡aunque es la verdad!

—¿Por qué rayos me persigues tanto, mujer? ¿Qué te he hecho yo? –los ojos de ella se humedecieron.

—Quiero estar contigo –él se echó a reír, pero entonces, su mente le dio otro sentido a esas palabras y la miró de arriba abajo. Sí, tenía la misma estatura de Stephanie, la misma cara, los mismos ojos y hasta el mismo cabello. Pero ¿tendría las mismas curvas debajo de toda esa ropa?

Esta de aquí no se vestía nada parecido a Stephanie. Su esposa adoraba los vestidos ajustados, y que destacaran sus curvas, o sus senos. Nunca se rebajaba a usar algo que no fuera de diseñador, y siempre llevaba fuertes perfumes que dejaban un halo cuando pasaba. Y él, idiota, había amado todo eso.

Ahora, estaba frente a lo que parecía ser la versión buena de su difunta esposa. La santa.

Vestía ropas anchas, que no destacaban para nada su figura, sin forma, y abrochado todo hasta el cuello. Su cabello estaba recogido en un horrible rodete a la altura de la nuca, y no tenía encima ni pizca de maquillaje. Además, parecía estar perfumada sólo con lo del jabón, y ya.

Tal vez se estaba haciendo la santa y la virgen.

O tal vez en verdad lo era.

La miró a los ojos. 

En ningún momento, la posibilidad de que esta mujer de aquí estuviera diciendo la verdad se había colado en su mente. Su naturaleza era pensar mal de todo y de todos, pero en especial, de las mujeres. Y ahora esta duda venía y se metía en su mente.

Se acercó a ella hasta dejarla entre él y la pared. Ella no parecía asustada, y le sostuvo la mirada.

—¿Me amas? –ella cerró sus ojos y asintió—. ¿Desde cuándo?

—Desde… siempre –él sonrió sarcástico. Qué respuesta tan ambigua.

—No eres Stephanie salida del infierno, ¿verdad? –él incluso olisqueó alrededor como buscando alguna señal de azufre.

—Si Stephanie está en el infierno –contestó ella—, espero que no salga de allí en toda la eternidad—. Él la miró un poco estupefacto. En su voz había habido tanto rencor como nadie más que él mismo podía sentir, y tuvo que echarse a reír. 

—Ahora comprendo todo –rio él—. Eres una prima que odiaba terriblemente a Stephanie –ella esquivó su mirada, pero aquello fue suficiente respuesta para él—. Y claro, ahora quieres vengarte de alguna pilatuna que te hizo en la infancia casándote con el que fue su marido. ¿No es así? Has hecho una apuesta contigo misma y estás decidida a conseguirlo –ella negó.

—Sería muy tonto de mi parte unirme en matrimonio con un hombre sólo por vengarme de alguien. Estaría… creando un infierno para ti y para mí.

—¿Y qué crees que nos espera si yo de casualidad te dijera que sí? –él hasta ahora no había mencionado esa posibilidad, y ella abrió grandes sus ojos, esperanzada.

—Yo te haría muy feliz.

—Sí, claro.

—Pondría mi empeño cada día, cada hora, cada mañana para que te sientas amado, especial, bendecido. Igual… igual… Só-sólo… —respiró profundo. Hablar con él era fácil por alguna fantástica razón, pero el milagro se obstruía cuando intentaba decirle mentiras—. Yo… 

—¿Tú qué?

—Estoy… Estoy… Oh, Dios… Estoy enferma—. Él la miró ceñudo. El pecho de ella estaba agitado, y Maurice esperó a que se calmara. Cuando ella abrió sus ojos, lo miró directamente, como esperando una respuesta, y Maurice se cruzó de brazos.

—No me casaré de nuevo. Jamás—. Ella mordió sus labios, sintiéndose derrotada.

—Entonces moriré sin saber lo que es la vida –susurró, y no tartamudeó porque era la verdad—. Sin saber lo que es el amor.

—Oh, vaya. ¿No conoces el amor? –rio él—. Es horrible. Te consume. Te hace débil y luego te mata.




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