Dulce Verdad

4

Theresa Livingstone dejó su revista cuando una de las muchachas del servicio le anunció que un joven buscaba a su hija.

—¿A Christine? –preguntó Theresa un poco intrigada. ¿Qué joven buscaría a su hija ya casada? Esperaba que no se estuviera metiendo en problemas.

—Eh… no lo dijo. Sólo dijo: la hija—. Theresa frunció el ceño confundida. Dejó la revista en el sillón en el que estaba y se levantó para ir al vestíbulo. Cuando vio al hombre quedó paralizada. Era Maurice Ramsay, el mismísimo Maurice Ramsay, vestido con una camisa de líneas azul y blanco desabrochada sobre una franela blanca de manga larga para proteger sus brazos del sol del verano, pantalones jean y zapatos negros. Tenía unos guantes sin dedos en la mano y miraba todo en derredor con cierto desdén.

—¿Qué busca aquí? –preguntó Theresa sacando todo el desprecio que pudo en su voz. Él se giró a mirarla y le sonrió. Luego, en una clara muestra de burla, le hizo una perfecta venia.

—Tía Theresa –la mujer se puso roja. En el pasado, él la había llamado así a petición suya, pero era que entonces este chico no era más que un crío, y tenía millones, aunque bueno, aún los tenía, pero entonces cualquier acercamiento y familiaridad le convenía.

—No puedes llamarme así, ya no tienes permiso.

—Está bien. Supongo que me buscaré la manera de llamarte de algún otro modo. Pero no vine a verte a ti. Creo que fui claro en eso –miró a la muchacha del servicio que permanecía medio oculta tras un arco que dividía el vestíbulo de una de las salas—. Dije “la hija”.

—Tengo cuatro hijas. ¿A cuál de todas te refieres?

—¿Cuántas de ellas son pelirrojas? –Theresa lo miró perpleja.

—¿Abigail? –preguntó, y él alzó sus cejas recordando al fin el nombre.

—Sí. Abigail. Ve y busca a la chica, por favor –le pidió Maurice a la muchacha.

—Tú no harás nada –contradijo Theresa, y ahora miró a Maurice con ojos entrecerrados—. ¿Por qué razón querrías tú “hablar” con ella? –Maurice notó el énfasis en la palabra “hablar”, pero no hizo ningún comentario.

—El asunto es con ella, no contigo.

—Pues estás muy equivocado si…

—¿Maurice? –interrumpió la voz de Abigail, que se escuchó tímida, suave, y bastante sorprendida. Había escuchado el alboroto en el vestíbulo, y había venido a ver llevándose qué sorpresa.

Pero más sorprendente que el hecho de que él viniera, fue que se encaminara decididamente a ella, le tomara la mano, y la arrastrara casi a la salida. Theresa tardó un par de segundos en comprender lo que sucedía, pero luego que lo hizo, no dudó en empezar una gritería.

Maurice salió con ella de la mansión y se subió a la moto, que había estado estacionada a unos metros de la puerta de entrada. Mientras se ponía los guantes y el casco, la miró. Theresa estaba a sólo unos metros, caminando a prisa hacia ellos.

—¿Quieres venir conmigo, o quieres quedarte aquí? –la pregunta era absurda, y Abigail ni siquiera lo dudó. Recibió el casco que le pasaba Maurice y se lo puso casi al tiempo que se subía al asiento trasero de su enorme motocicleta. Suerte que hoy llevaba pantalones.

Theresa alcanzó a llegar a ellos, y extendió la mano llegando a atrapar unos cuantos cabellos de Abigail que quedaban sueltos debajo del casco, y que se quedaron entre sus dedos.

—¡Cierren la verja! –gritó—. ¡Cierren las malditas puertas, impídanles la salida!

Maurice aceleró. Su motocicleta, hasta hoy, no había tenido una verdadera misión de rescate donde requiriera velocidad, así que apretó a fondo el acelerador mientras la reja se cerraba. Conocía su potencial, y en los últimos días había recuperado la confianza al manipularla.

—Sujétate –dijo él, y Abigail escuchó su voz claramente al interior de su casco. ¿Tenía intercomunicadores?

No tuvo tiempo de pensarlo demasiado, pues tuvo que hacerle caso. Maurice había acelerado y su cuerpo ahora estaba casi sobre el tanque de la gasolina, y el de ella sobre el de él. A la distancia, Abigail vio la reja que se cerraba.

—¡No alcanzaremos! –exclamó ella, nerviosa.

—Claro que sí –Maurice aceleró aún más. Abigail cerró sus ojos y gritó. Escuchó la risa de él, una risa casi infantil, así que abrió de nuevo los ojos. Estaban al otro lado de la reja, y el estruendo del metal que se cerraba fue para ella un augurio; estaba libre de esta cárcel.

Sonrió también, sintiéndose liberada, pletórica, deseando reír y saltar y abrazar. Estaba abrazando a Maurice por la cintura, así que ahora lo hizo a conciencia.

Deambularon largo rato, y parecía que viajaban sin rumbo. Luego ella se dio cuenta de que él había elegido el paseo cuya vista daba al río Hudson. Abigail sintió sus ojos húmedos. ¡Esto era tan hermoso! ¡Mucho más de lo que había soñado! Él había dicho ayer que no podía salvarse ni a sí mismo, que había elegido al héroe equivocado, pero no era así; la había salvado, la había salvado a niveles que él ni siquiera se imaginaría jamás.

—Gracias –susurró, pero él no dijo nada. Sólo siguió conduciendo hasta que las luces de la ciudad empezaron a aparecer, y el cielo se tiñó de tonos ocre y rosado. 




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