Dulce Verdad

5

—¿Quién es? –le preguntó Agatha a Maurice en la cocina, donde lo llevó para poder hablar con él. Él no contestó de inmediato, lo que despertó su curiosidad. Lo miró respetando su silencio, y esperó.

—La verdad, no sé –contestó él, rascándose la cabeza, y luego pasándose la mano por los ojos y la barba—. Yo… Es la misma Stephanie físicamente; su misma cara. Eso me molesta, y al mismo tiempo…

—Te gusta –completó, y él empezó a moverse tan inquieto que Agatha tuvo que detenerlo poniéndole una mano en el hombro—. ¿Qué te asusta? –él rio quedamente, y se cruzó de brazos. No sabía decirlo, no sabía explicarlo. Ni siquiera se atrevía a pensar demasiado en ello, y no tenía manera de decirle que ayer, cuando estuvo con ella, aunque fue de esa manera tan burda y poco elocuente, sintió que su vida y todo su mundo habían cambiado. Su cuerpo y su mente habían tomado decisiones que él todavía no había autorizado, y no sabía qué hacer—. Parece que tienes que pensarlo mucho. Pero el traerla aquí dice bastante, ¿sabes? Tal vez ella se haga ideas –él sonrió.

—Ella tiene muchas ideas, créeme. Yo… supongo que sólo estoy poniéndola a prueba, no sé.

—Ya. ¿Esperas que la aprobemos, o algo? –Maurice la miró revelando en sus ojos un alma desnuda.

—Eres sabia. A ti no podrá engañarte –Agatha sonrió.

—Confías demasiado –no dejó que él dijera algo más, y simplemente sacó del refrigerador un jugo y lo sirvió en dos vasos, le dio uno a Maurice y caminó a la sala, donde Michaela hablaba hasta por los codos, para darle el otro a Abigail.

Ésta miró a Maurice, y él se dio cuenta de que en vez de asustada o saturada por la cháchara de Michaela, Abigail estaba encantada. 

—Entonces, ¿cómo es tu nombre? –preguntó Agatha, y ella decidió probar su jugo antes de responder. Agatha la vio tomar aire.

—Abigail.

—Abigail –repitió Agatha.

—Es un nombre muy bonito –sonrió Michaela—. Le he dicho a Marissa que, si tienen una niña, la nombren Priscilla. También me gusta mucho ese nombre—. Maurice la miró ceñudo.

—¿Marissa está embarazada? –preguntó.

—No, pero si siguen a ese ritmo, pronto lo estará.

—Michaela, cierra esa boca –la reprendió Agatha, y Michaela sólo se echó a reír. 

—¿No está David? –preguntó Maurice mirando su reloj. Ya eran las ocho de la noche.

—No. Y no vendrán. Dijeron que pasarían la noche fuera.

—Ya.

—Te lo dije –sonrió Michaela de forma maliciosa. Pero de repente se quedó callada y miró a Abigail un poco analíticamente.

—Eres muy guapa –dijo.

—Gracias.

—¿Ese rojo es natural? –Abigail asintió—. También me encantan tus pecas –ella se llevó las manos al rostro. Su madre las odiaba, las odiaba a muerte, y el verano era la peor época. Nunca nadie le había dicho algo así acerca de ellas.

—Tengo muchas –dijo con una sonrisa más bien resignada. Maurice la miró interesado. ¿Más pecas? ¿Dónde? Quería verlas. 

Sin pensarlo mucho, se le sentó al lado en el sofá y la miró atentamente, ella respondió a su escrutinio con un poco de timidez. Dónde, dónde, se preguntaba él. ¿Dónde hay más pecas?

—¿Y qué haces? ¿A qué te dedicas? –preguntó Agatha, y la sonrisa de Abigail se apagó. Miró a Maurice pidiendo auxilio. No podía decirle que las veinticuatro horas del día estaba encerrada en casa, unas veces ayudando a su mamá en algún bordado o tejido, o cuidando a sus sobrinos, o simplemente, ayudando en la cocina porque el día era demasiado largo y llegaban momentos en los que, si no hacía cualquier cosa, sentía que se volvería loca.

—Abigail está desempleada actualmente –contestó Maurice por ella—. Está buscando opciones.

—Ah.

—Yo entré a la universidad –añadió Michaela, sintiendo el silencio incómodo—. Estoy estudiando periodismo. Ahora estoy en vacaciones. Y mi novio estudia derecho.

—¿Tienes…? –Abigail no necesitó completar la pregunta.

—Sí, se llama Peter –contestó Michaela con una ancha sonrisa—. ¿Es muy listo, sabes? Tiene un coeficiente intelectual por encima de ciento cincuenta—. Abigail la miró preguntándose qué novia alardeaba del coeficiente intelectual de su novio. Sus hermanas no, ciertamente. 

—¿Y… es guapo?

—Claro que lo es. A mí me gusta.

—Lo cual es lo importante, ¿no? ¿Ya comieron? –preguntó Agatha, y Abigail se dio cuenta de que tenía hambre. Había rechazado la invitación de Maurice de tomar algo, y desde la hora del almuerzo no había comido nada. El tiempo se había ido volando, de todos modos. 

—No, no hemos comido —contestó Maurice—. Enana, ¿me acompañas a buscar algo de comer y traerlo?

—¿En tu súper moto? ¡Claro que sí! –Abigail lo miró como mira un niño a su padre cuando cree que lo están abandonando, pero se reprendió a sí misma. Ella ya era una adulta… Una adulta que, de todos modos, no podía valerse por sí misma.

Maurice sonrió casi adivinando sus pensamientos, y animó a Michaela para que se diera prisa, pues a última hora había dicho que vestida así no saldría. No importaba, la idea de salir por algo de comer tenía otro propósito además de saciar el hambre.




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