Dulces Mentiras, Amargas Verdades: Decisiones (libro 3)

CAPÍTULO 12

La fuerte lluvia se estrellaba contra la pared de cristal de la habitación de Samuel.

Afuera debía ser turbulento entre pesadas gotas y fuerte viento. Sin embargo, en el interior era sigilosa. Un eco que se repetía de manera constante, gota tras gota, como una letanía que lo envolvían en una paz casi inexplicable tirada de la calidez en su espacio, donde se encontraba sentado con la piernas cruzadas en el centro de su cama, como si estuviese sumido en algún proceso de meditación.

Con sus dientes sostenía la tapa de un subrayador amarillo, el que se deslizaba conducido por su mano a través de un párrafo de tres líneas.

Rodeado de leyes, códigos, fotografías, la grabadora, hojas dispersas; que pertenecían al esqueleto de lo que podría ser su teoría del caso de Elizabeth Garnett.

Apegándose a sus conocimientos, sabía que todo lo que tenía lo acercaba cada vez más a la inminente justicia. Estaba a tan sólo 48 horas del reconocimiento con la testigo protegido, inevitablemente la sangre en sus venas circulaba rápidamente ante la ansiedad.

Sabía que eso sumaría muchos puntos en favor del caso que debía sustentar completamente.

Era consciente de que para ese objetivo, necesitaba que alguno de los tres se declarara culpable y por experiencia sabía que terminaría desenmascarando a sus cómplices. La única forma de hacerlo sería mediante el careo que tanto anhelaba, e iba a usar todas sus tácticas de presión. No se daría por vencido, estaba dispuesto a convertirse en la consciencia que no los dejaría dormir, sembraría en ellos la necesidad de hablar para poder estar tranquilos. 

La satisfacción se aferraba a su ser cada vez que visitaba las celdas de los hermanos Borden y de Hardey.

En plan de fiscal tenía la oportunidad de fastidiarlos un poco, y eso no se comparaba con lo que deseaba para ellos. Necesitaba escuchar a la jueza dictar la sentencia.

Antes de dormir, había recurrido nuevamente a hablar con su madre. Lo hacía porque tenía buenas noticias para contarle, ya no se sentía estancado. Sin embargo, sabía que nada de lo que hiciera repararía las heridas de su corazón, eso era imposible.

Tampoco verlos tras las rejas haría que los recuerdos se borraran de su memoria, el dolor de la ausencia y de todo lo que pudo haber sido seguía latente. Nada, absolutamente nada de lo que hiciera le devolvería a su gran amor.

Pero tenía el consuelo de que ellos tampoco tendrían vida. Los haría sufrir tanto como él sufría, tanto como ellos hicieron sufrir a su madre, se los daría a cuenta gota, alargaría en ellos la agonía, tanto como lo habían hecho con él.

Había pasado 18 años de su vida con una parte que lo atormentaba, y tenía la certeza de que sería hasta el día en que dejase de respirar, si él que era inocente sufría de esa manera. ¿Cómo no hacer que los culpables agonizaran por el tiempo que les quedaba en este mundo? Juraba que si más allá de la muerte había algo, los buscaría y seguiría atormentándolos

El sonido del pomo de la puerta al girarse, lo puso en alerta y rápidamente empezó a recoger todo el material esparcido en su cama, con la urgencia de alguien que está a punto de ser descubierto haciendo algo indebido.

—¿Te estás masturbando que le has puesto seguro a la puerta? —preguntó Thor con sarcasmo al otro lado, mientras tocaba con insistencia con el único propósito de fastidiarlo.

—¡Ya voy! Un minuto —pidió arrodillado en la cama guardando en la caja de seguridad su material de trabajo. Cerró la puerta de acero y presionó el botón debajo de su cama para que la placa de mármol negro de su cabecera una vez más se empotrara. De un salto estuvo fuera de la cama y se dirigió a abrir—. ¿Qué pasa? —inquirió llevándose las manos a las caderas.

—Hola vecina, vine por un poco de azúcar… —ironizó con coquetería mostrándole su perfecta dentadura, la cual era producto del tratamiento de ortodoncia al que fue sometido entre los diez y trece años de edad, al igual que Samuel—. Quedamos en que nos íbamos a ver el partido, va a por empezar —le recordó la cita que tenían frente al televisor.

Samuel chasqueó los labios evidenciando que había olvidado el partido de béisbol que sintonizaría junto a Thor.

—Sí vamos… —dijo palmeándole un hombro a Thor, para que se fuera con la firme intención de que no fisgoneara en su habitación. Lo siguió y cerró la puerta.

—Espero que te hayas lavado las manos —reprochó Thor limpiándose el hombro que Samuel le había tocado.

—No estaba haciéndome ninguna paja. Estaba trabajando, organizando el caso en el que estoy metido —explicó para que dejara el tema de la masturbación de lado.

Sólo lo hacía una o dos veces entre semana y eso porque por las mañanas despertaba deseando con demasiada necesidad a Rachell. Durante el viaje se había acostumbrado a follar casi todos los días, y le estaba costando un poco a su organismo readaptarse al proceso sexual de sólo los fines de semana.

—Estás loco, yo ni de coña traigo trabajo a casa, suficiente tengo con todo lo de la oficina, un poco más, sólo un poco más y terminaría en un psiquiátrico —exageró cada una de sus palabras, mientras bajaban los peldaños de cristal. 

—No tengo opciones, debo hacerlo sino quiero que se me acumule y pasar meses, por no decir años, en un caso. Eso sería agotador —confesó con un resoplido de fastidio.




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