Dulces Mentiras, Amargas Verdades: Decisiones (libro 3)

CAPÍTULO 14

Las pecas que salpicaban la nariz de Sophia se movían graciosamente por las muecas divertidas que hacía, mientras observaba el colgante en forma de águila en la pulsera de Rachell  que aún no se había quitado.

Hacía más de ocho días que regresado del viaje y todavía la usaba a diario, por lo que intuyó que aquella bisutería, a pesar de su apariencia informal, debía ser algo significativo. No contrastaba para nada con los gustos selectos de su amiga.

Rachell, que estaba realizando una transferencia a una de las cuentas bancarias de Samuel, por el dinero correspondiente a la tercera cuota del préstamo, era consciente de la mirada divertida de su amiga, a la cual observaba de reojo de vez en cuando. Intencionalmente seguía con su trabajo y la dejaba que se devanara los sesos pensando, porque no le iba a dar ninguna explicación de su pulsera. Estaba segura de  que si lo hacía, Sophia comenzaría a ejercer su rol de casamentera.

La pelirroja decidió no acorralarla con preguntas sobre el colgante que colgaba de la muñeca izquierda de Rachell. Prefería obligarla a que le contara cómo le había ido en la reunión con los de Planet Global, porque no se había comido el cuento de que todo había sido un mal entendido. Conocía muy bien a Rachell, el semblante inusualmente taciturno que mostró al regresar del tan esperado encuentro, no le había agradado. No le creía que lo que le había contado, pudiese ser el resultado, había algo más y lo sabía.  

—¿Ahora sí me vas a contar con detalles cómo te fue ayer con los de Planet Global? —preguntó, cruzándose de piernas y adhiriéndose por completo al respaldo del sillón.

—Ya te lo dije Sophie, todo fue un mal entendido. Lo que me proponían era algo absurdo… No era como me lo habían planteado. —dijo sin desviar la mirada de la pantalla, evadiendo el interrogatorio de Sophia. Sin embargo, no pudo esconder lo trastocada que todavía se encontraba y se obligó a tragarse sus miedos. 

—¿Y cuál fue ese mal entendido? Ay Rachell, por favor ¿qué fue lo que verdaderamente pasó? Desde ayer estás muy rara, sabes que te conozco muy bien —dijo abandonando su posición elegante, al acercarse a su amiga para tomarle la mano, la misma donde le colgaba el colgante del águila, entonces el temblor en la barbilla de Rachell le confirmó que estaba en lo cierto y que había algo más.

—No hay nada más, Sophie ¿por qué no me ayudas a organizar las facturas que tengo que enviar al contable? —pidió tratando de evitar la conversación.

—No lo voy a hacer, no hasta que me digas lo que verdaderamente pasó —habló con seguridad. De ahí nadie la movería—. La verdad es que no confío en Brockman, siempre te lo he dicho —murmuró presintiendo que había sido un engaño del hombre. Tal vez buscaba la manera de ponerle el collar nuevamente para poder disponer de ella cuando le diera la real gana.

—¡Siempre has tenido razón! ¿Contenta? —esbozó, tratando de contener inútilmente el temblor de su barbilla y tuvo que mover rápidamente una mano para atrapar con sus dedos las lágrimas y no dejarlas escapar por sus mejillas.

—¡Ay Rach! No me preocupes, tú no lloras por cualquier cosa —musitó con la voz rasgada por la preocupación e hizo más fuerte el agarre en la mano de su amiga. 

—Y no voy a llorar, no puedo hacerlo —murmuró y seguía con sus dedos irrumpiendo el camino de las lágrimas, tragándose otras tantas.

—¿Qué te hizo el desgraciado? O me lo dices en este instante, o me subo al primer taxi que pase por la calle y voy a patearle el culo a Henry Brockman. Y sabes que lo voy a hacer —aseveró, el tono de voz de Sophia le dejaba claro que estaba decidida a cumplir con su palabra.

—No puedo decírtelo, no aquí —susurró luchando contra las ganas de no mirar en la planta baja su mayor sueño materializado—. Por favor —suplicó y eso era casi un imposible para Rachell.

—Bien, entonces vamos al baño, ahí me lo contarás. Pero no voy a dejarte sola con esto, ¡faltaría menos! —exclamó poniéndose de pie. Obligó a Rachell a hacer lo mismo y la arrastró fuera de la oficina,  escaleras abajo, para llegar a su destino.

Oscar desde la planta baja, ya se había percatado de la situación. Había visto a Rachell llorar y eso era algo que él no soportaba, porque su niña no derramaba lágrimas por cualquier cosa. Apenas las vio bajar, las interceptó constatando que efectivamente su Mariposa trataba de contener las lágrimas.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué lloras Rachell? —preguntó obstaculizándoles el camino.

—Nada Oscar, sólo no me siento bien —dijo tratando de que su casi padre no indagara mucho sobre el asunto.

—¿Te ha hecho algo el fiscal? —inquirió tensando la mandíbula, adelantándose a cualquier otra explicación.

—A ver Oscar, un paso atrás. Guárdate tus ganas de partirle la cara a Samuel, que el pobre no tiene culpa de los dolores de vientre que a las mujeres nos atacan —intervino Sophia salvando la situación. Le apoyó una mano en el pecho haciéndolo retroceder un paso, para que les liberara el camino.

—A otro tonto con ese cuento, Sophie… Rachell nunca ha llorado por un dolor de vientre  —argumentó al conocer muy bien a la chica.

—¿Y qué sabes tú? Siempre lo hace, sólo que los malestares le atacan en la madrugada. Ahora déjanos que vamos al baño. —El hombre no se movía y ella abrió mucho los ojos, empujándolo con fuerza—. A ver, mueve, muévete Oscar —exigió en última instancia, Sophia estaba segura de que él intuía que las lágrimas de Rachell se debían a algo más que un dolor de vientre.




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