“El hombre sano no tortura a otros, por lo general es el torturado el que se convierte en torturador”.
Karl Gustav Jung
Henry Brockman se encontraba en su oficina intentando revisar los estados de las tarjetas de crédito de Megan y de Morgana, pero Rachell revoloteando en su cabeza no le permitía concentrarse. Deseaba a la chica cada vez con más intensidad, su rechazo solo avivaba en él las ganas de poseerla, no solo imaginaba constantemente cómo sería tenerla bajo su cuerpo, Rachell también había invadido sus sueños, excitándolo en las noches, y llevándolo a la odiosa frustración de conformarse con su esposa.
Necesitaba encontrar la manera en que lo aceptara, que le brindara la oportunidad que anhelaba, el único maldito impedimento era el imbécil del fiscal. Sin él, todo sería distinto, tenía esa certeza, todo había sido distinto hasta que él había aparecido en escena.
En aquellos días ella aceptaba sus avances, de hecho, se le había insinuado, y él por haber pretendido ser un caballero, decidió no presionarla, quería disfrutar de ella lentamente, tal como se disfruta de las mejores cosas en la vida. Ahora ella parecía estar en alguna clase de relación con el abogadillo de quinta, pero encontraría la manera de acceder a ella, toda mujer tenía un precio, o al menos algo por lo que canjearse, un punto débil sobre el cual ejercer presión. Rachell no sería la excepción, evidentemente el dinero ahora no le importaba, pero ya encontraría algo con lo que presionarla, acorralarla y tenerla solo para él.
Necesitaba empezar a hurgar en su pasado, tal vez hacer un viaje a Londres y reunirse con su examante Richard Sturgess, ya encontraría la manera de idear un plan en el que el británico no pudiera rechazar una improvisada reunión, y si no podía obtener ninguna información provechosa, escarbaría más a fondo, tal vez averiguaría detalles de su familia en Las Vegas.
Rachell Winstead se movía por el mundo como si estuviese sola, como una sombra sin pasado, así que seguramente lo estaba escondiendo deliberadamente, y eso solo significaba una cosa: ese era su talón de Aquiles.
En ese momento una suma realmente exagerada en el estado de cuenta de la tarjeta de Morgana, alejó de inmediato a Rachell de su mente. Desconcertado vio como un gasto tras otro parecía ser más excesivo que el anterior. La maldita mujer estaba derrochando demasiado dinero.
Descargó los estados de cuenta de su esposa y tomó los de Megan. Ella, al contrario de su madre, parecía haber reducido considerablemente sus gastos, tal vez estaban saliendo juntas más seguido. Pero Henry Brockman no era un hombre de suposiciones, él siempre iba hasta el fondo de todo hasta estar por completo seguro, así que levantó el auricular del teléfono y marcó a su casa, esperó y esperó, al tercer tono Lucía contestó.
—Buenas tardes, residencia Brockman.
—Lucía, pásame a Morgana —pidió sin siquiera saludar a la mujer del servicio.
—Disculpe señor Brockman, la señora Morgana no se encuentra.
—¿Dónde está metida? —gruñó de mala gana.
—No lo sé señor, solo me informó que regresaría en unas horas —respondió la mujer con precaución.
—Bien… gracias. —Colgó y marcó al teléfono móvil de su esposa. Lo hizo tres veces, pero en todos sus intentos las llamadas fueron desviadas al buzón de voz.
Si había algo que le molestase, era que no atendieran sus llamadas, dejó libre un pesado suspiro y colgó con más fuerza de la necesaria mientras revisaba cada compra que la mujer había hecho, tres de ellas en tiendas de ropa.
—¿Qué tanto compra esa maldita mujer? —Renegó frotándose la frente con una de las manos.
Después de varios minutos intentó una vez más comunicarse con su esposa y en la segunda oportunidad escuchó la voz casi infantil de su mujer.
—¿Dónde carajos estás metida que no atiendes el maldito teléfono? —reclamó sulfurado.
—Ocupada, Henry, se supone que si no te contesto es porque estoy ocupada —respondió con desdén
—Espero y no sea vaciando las estanterías de otra tienda… ¿Has salido con Megan entre la semana pasada y esta?
—No, ella está ocupada con los parciales, apenas llega y se encierra a estudiar, mi niña quiere sus zapatos Loubutin, Henry. —Le hizo saber con voz risueña.
—¿Eso quiere decir que tú sola has gastado casi una fortuna este mes? Estoy revisando los estados de cuenta, Morgana ¡por Dios! No es posible ¿en qué gastas tanto? Tendré que limitarte la tarjeta.
—Henry, no seas tacaño, solo gasté un poco de más, porque compré algunos vestidos para la fiesta blanca de Barbie, sabes que no me gusta comprar solo uno, en el último momento puedo cambiar de opinión.
—¿En unos vestidos esta cantidad?
—Está bien, compré también una cartera, zapatos y algunos accesorios. ¡Contento! ¿Ahora tengo que darte explicaciones de mis gastos? —preguntó sofocando la risa en el teléfono.
—¿Y te burlas de mí? —reclamó Henry molesto.
—No me rio de ti… Mejor cuando llegues a la casa hablamos, ahora estoy ocupada, me están haciendo la pedicura con estos pececitos que se comen la piel muerta y me hacen cosquillas. —Sin esperar respuesta, ella finalizó la llamada y lanzó el teléfono a la alfombra, retomando los movimientos encima de su amante en quien se había gastado el dinero renovándole el clóset, el chico era doce años menor que ella, debía mantenerlo satisfecho en todos los aspectos.
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Editado: 19.12.2021