Dulces mentiras amargas verdades: Revelaciones (libro 2)

CAPÍTULO 34

Samuel y Rachell se miraban sonrientes mientras trataban de comer las hamburguesas que les habían servido y que estaban seguros no alcanzarían a consumir en su totalidad.

—Esto me hará salir una barriga espantosa —murmuró divertida, agarrando la jarra de cerveza—. No es lo que acostumbro a cenar.

—Aprovecha, cuando regreses a Nueva York podrás internarte en el gimnasio —dijo Samuel alzando su jarra y chocándola con la de ella—. Solo disfruta el momento.

—Lo estoy disfrutando, me encanta este lugar… Si no fuese mujer de ciudad y no me encantara diseñar, podría vivir aquí, es verdaderamente bonito, tanta naturaleza, todo apartado del bullicio, parece haberse quedado detenido en el tiempo. —Recorrió con su mirada el local donde se encontraban, que era de madera, con ventanas de cristales y el olor a roble que reinaba en el lugar.

—Sin duda alguna, más específicamente en los 80, creí que esas cosas ya no existían. —Ladeó la cabeza sutilmente señalando la rockola a un lado de la entrada.

—Te dije que debíamos traer la cámara, hemos perdido la oportunidad de fotografiarla, me pregunto si funcionará o solo va con la decoración. —Terminó de decir y se llevó la hamburguesa a la boca teniendo que abrir demasiado la boca para morderla, al hacerlo la salsa cayó por una de sus comisuras y apenas podía masticar y sonreía.

Samuel en un impulso se incorporó y se echó hacia adelante, pasándole la lengua, le retiró el hilo de salsa blanca y se dejó caer sentado nuevamente.

Rachell agarró la servilleta y la agitó delante de él, mientras seguía masticando, al tragar le dijo.

—Tengo servilletas.

—Yo quiero ser tu servilleta —dijo mordiéndose el labio inferior, provocando el deseo en ella.

—Hay personas aquí Samuel… El sitio está lleno y no les gustará lo que haces.

—Si te fijas, nadie se volvió a mirarnos, todos están en sus propias conversaciones y son personas adultas, con camisas de cuadros y pantalones de mezclilla —dijo sonriendo y su mirada fue captada por el colgante de un águila en la pulsera de Rachell, para después mirarse la de él, que era un halcón, quería saber cuál era el significado y por qué la vendedora de artesanía indígena no quiso cobrar nada por ellas.

Rachell se quedó mirándolo a medio masticar y podía jurar que podía leer sus pensamientos, por lo que trató de disimularlo tomando un gran trago de cerveza y seguidamente le dio otro mordisco a su hamburguesa, atragantándose mientras despejaba sus pensamientos y al mismo tiempo inventado un tema de conversación que la llevase lejos del de los colgantes colgando de sus muñecas.  

—¿Sabes jugar al billar? —preguntó Rachell desviando la mirada a la mesa al final del local.  

—Un poco… Nunca me ha llamado la atención, pero si quieres podría explicarte, espero y le agarres la técnica más rápido que al esquí acuático —dijo sonriente.

—No me lo recuerdes que aún me duele el culo.  —Hizo un puchero y sonreía, recordando su aventura durante la tarde en el lago, donde Samuel la sorprendió al esquiar perfectamente en el agua y que le había dicho que los deportes acuáticos se le daban muy bien, había crecido en la costa, en Brasil casi todos saben, esquiar o surfear—. Pero acepto que me enseñes a jugar billar.

—Después de la cena lo haremos, si quieres nos podemos quedar un día más.

—Me encantaría, me gusta mucho Flagstaff, pero ya estamos muy cerca del Gran Cañón… Prefiero que nos quedemos más tiempo en el parque, hay tanto por ver, sé que lo hay, hace un par de años estuve decidida a realizar este viaje y me estudié todas las guías turísticas. —Le regaló una sonrisa a la señora que retiraba los platos con las medias hamburguesas.

Samuel la admiraba en silencio y aunque no fuese matemático sacaba cuentas muy rápido, dos años atrás ella mantenía una relación con Sturgess, y no pudo evitar que en su estómago una hoguera cobrara vida al imaginarla con Richard viviendo cada momento, cada minuto que ellos habían compartido durante el viaje, torturándose, pero al mismo tiempo sintiendo alivio al saber que esa oportunidad no se dio. 

—¿Desean más cerveza? —preguntó la mujer amablemente y ambos se miraron para ponerse de acuerdo.

—Sí, dos más por favor. —Pidió, Samuel. La mujer asintió y se retiró sin borrar la cálida sonrisa que les regalaba a los turistas.

—No pienso emborracharme, no quiero hacer el ridículo en este lugar —acotó la chica riendo.

—No vamos a emborracharnos, yo no dejaré que lo hagas… ¿Por cierto alguna vez te has emborrachado? —preguntó estirando su mano por encima de la mesa y solo rozaba con la yema sus dedos, la punta de los de Rachell. Con ese simple toque cortándole la respiración y robándole la concentración.  

Ella negó con la cabeza mucho antes de contestar.

—No, nunca lo he hecho… No sé qué se siente, siempre paro cuando empiezo a sentirme mareada… ¿Y tú? Aunque no debería preguntarlo.

—Muchas veces, sobre todo en la adolescencia, hubo un tiempo que me emborrachaba todos los fines de semana, cuando entré en la universidad lo hacía, pero no tan a menudo, ya cuando me gradué y me dieron el puesto de asistente al fiscal general mucho menos, debo dar el ejemplo y bla, bla, bla… —La mujer llegó con las cervezas y ellos le dieron el primer trago disfrutando de lo fría que se encontraba.




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